Acicateados por la discreta delantera que llevan en las encuestas para las elecciones de la próxima semana, los representantes del Partido Morado y Acción Popular (AP) se han trenzado en estos días en una pintoresca trifulca. Los primeros atribuyen a los segundos haber sido comparsa del ‘fujiaprismo’ en sus desvelos por bloquear la lucha anticorrupción en el último Congreso, y los segundos se han puesto a recordar el nomadismo político y las patéticas anécdotas (como aquella de pedirle un autógrafo al terrorista Néstor Cerpa durante la toma de la Embajada del Japón) que caracterizan a algunos de los seguidores de Julio Guzmán que hoy postulan al Parlamento.
Sería ingenuo, sin embargo, creer que la batalla que libran es solo por los votos del próximo 26 de enero. Los partidos que nos ocupan –y sobre todo sus previsibles candidatos presidenciales– sueñan ya con los comicios del 2021. Y en esa medida, lo que realmente disputan es un espacio político que parecen considerar clave para asegurarse la futura victoria: el centro.
Quien se coloca en el centro, suelen afirmar los politólogos colegiados y sin colegiar, gana las elecciones. Y a lo mejor tienen razón. Pero el problema es que nadie sabe muy bien en qué consiste ese brumoso territorio.
Se supone que hay que buscar el centro; muy bien. ¿Pero el centro de qué? La respuesta habitual es: del imaginario espectro ideológico que va desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. Tal respuesta, no obstante, presenta dos nuevos inconvenientes. A saber, qué entendemos por cada una de esas inveteradas categorías políticas.
—Libertad versus intervención—
Si dejamos de lado a los que, justo antes de empezar a usarlas, sostienen que ya están superadas, resulta fácil identificar algunas actitudes y posturas comúnmente asociadas con cada una de las categorías en cuestión. Se considera de derecha, por ejemplo, a quienes propugnan una economía de mercado y también a quienes quieren imponerle al resto de la sociedad patrones morales derivados de sus creencias religiosas. Y se asume de izquierda, en cambio, a quienes quieren una economía intervenida por el Estado y también a los que piensan que los miembros de ciertas minorías deberían ser dejados en paz para vivir sus vidas como mejor les parezca.
¿Listo? No tanto. Si el lector ha prestado atención a los ejemplos, habrá notado que entre las dos supuestas características de la derecha existe un conflicto: la primera demanda libertad y la segunda la suprime. Y lo mismo sucede con las presuntas características de la izquierda, solo que a la inversa.
En realidad, hay gente que cree en la primacía de los derechos individuales y, en consecuencia, es partidaria de que la libertad rija tanto para la economía como para la vida privada de las personas, así como gente que está convencida de que hay que intervenirlo todo, desde el precio del azúcar hasta la selección de pareja. Y hay también fulanos y fulanas que cultivan una bonita confusión de esas dos ideas antagónicas en su cabeza y ni se enteran.
Lo peor, además, es que todos ellos están repartidos indiscriminadamente en lo que, al bulto, suele entenderse como la derecha y la izquierda.
Volvemos entonces a la pregunta inicial: ¿el centro de qué? Pues vaya uno a saber… Pero igual los representantes del Partido Morado y AP sienten que es una especie de “tierra santa” que les pertenece y, por lo tanto, están enfrascados en una loca cruzada por expulsar al otro de sus límites.
¿Cómo sabemos que están dispuestos a reclamar el territorio del centro como propio? Muy fácil: mientras los morados se definen cada vez que pueden como de “centro republicano radical”, los populistas han abundado históricamente en declaraciones que rezuman esa misma vocación. De hecho, durante las elecciones del 2006, el entonces secretario general de AP y hoy candidato al Congreso Alberto Velarde llegó a incursionar en una suerte de tartamudez conceptual al calificar a la coalición que su partido integraba por esos días como de “centro-centro”.
—Pasito pa’ adelante…—
La verdad, pues, es que la etiqueta que discutimos les permite a quienes la usan quitarle el ‘derrier’ a la jeringa de las definiciones y los compromisos programáticos. Dejar, en buena cuenta, que cada elector sueñe que la organización política que se ha colocado el engañoso rótulo es exactamente lo que él imagina.
De ahí que unos opten por un nombre partidario que alude a un color en lugar de a un rasgo doctrinario y otros se salgan por la tangente cuando los ajustan con preguntas incómodas. “Ni a la izquierda ni a la derecha. ¡Adelante!”, recitaban antiguamente los belaundistas en una frase que quería ser ingeniosa, pero que no servía para ubicarlos en ninguna parte. Y algo parecido puede decirse del recordado lema “El Perú como doctrina”: una fórmula que, con todo respeto por quienes la acuñaron, da para todo. Para las elucubraciones luminosas de Yonhy Lescano y también para las de Raúl Diez Canseco. Sin olvidar, por supuesto, las de Mesías Guevara.
Julio Guzmán, por su parte, ya hizo gala de su disposición a decir una cosa y desdecirse luego durante su breve participación en la campaña del 2016. Recordemos sus pasitos para adelante y para atrás con relación a la posibilidad de bajar impuestos y, sobre todo, a propósito de la ley de consulta previa. “No la vamos a implementar porque se puede prestar a manipulación”, sentenció primero en una entrevista televisiva. Y solo un día después, abrumado por las críticas que le llovieron, murmuró: “Yo creo en la consulta previa. […] Lo que vamos a hacer es que su implementación sea buena”.
Así, lo que en el fondo sugieren siempre los centrípetas es que aquellas cosas en las que dicen creer no las creen muy enfáticamente. Y que, en todo caso, están dispuestos a negociarlas. De esa deleznable materia está hecha la cruzada a la que asistimos en estos días y respecto de la cual es imposible decir “que gane el mejor”.