Gonzalo Zegarra

“Es imposible organizar una democracia representativa […] con el nivel de fragmentación que arrojan los resultados de las elecciones regionales y municipales”, sostiene un editorial del portal El Montonero. Lanzaré una hipótesis de análisis provocativa, incluso temeraria, acaso exagerada: esta feudalización o balcanización electoral refleja un proceso de fragmentación nacional mucho más grave que la patológica decadencia de los partidos políticos o la fallida regionalización que han venido discutiendo los analistas en estos días. Nuestra unidad política, pues, se estaría disolviendo de a pocos hace un buen tiempo.

Suena grave, y lo es. Pero visto en perspectiva histórica, no es la primera vez que sucede, ni es definitiva. El arqueólogo inglés John Rowe dividió nuestros períodos culturales precolombinos en “horizontes” e “intermedios”. Los horizontes suponen una hegemonía o unificación político-cultural del territorio (hoy peruano); y los intermedios, su disolución. Tuvimos tres horizontes: el Temprano, de hegomonía Chavín (1500-900 a.C), el Medio, de prevalencia Wari (200 a.C-800) y el Tardío o incaico (a partir de 1400); y dos intermedios: Temprano (900-200 a.C) y Tardío (800-1400). Obviamente estoy forzando la teoría de Rowe, pero la administración virreinal se construyó sobre la unidad territorial del Estado tawantinsuyano, cuya extensión a grandes rasgos mantuvo, y extendió únicamente hacia el oriente (la selva). El Perú republicano, a su vez, le dio continuidad a esa unidad territorial. Así vistas las cosas, entonces, el Horizonte Tardío nunca dio paso a una disolución de la unidad política, es decir, a un tercer intermedio, sino que se extendió hasta hoy.

Nótese que los horizontes duran alrededor de 600 años. De acuerdo con estudios citados por el ecólogo norteamericano Mark Moffett en su libro “El enjambre humano”, algo más de 500 años es lo que duran las sociedades humanas organizadas bajo un Estado unitario. No digo que esto sea una ley inexorable, porque no soy historicista (30/8/22), pero existen patrones de comportamiento individual y social recurrentes. Así, hay pocos países en el mundo hoy con más de 600 años de unidad continua. EE.UU. solo tiene 250, porque antes de la independencia era 13 colonias distintas e independientes entre sí, y antes de estas no hubo unidad territorial. En Europa continental se observa, a grandes rasgos, la misma dialéctica histórica de concentración y disolución de territorios a lo largo del tiempo.

He sostenido consistentemente que lo que nos une sigue siendo más grande que lo que nos separa, y siempre fui escéptico respecto de la moda intelectual de una supuesta inexistencia de identidad nacional; entre otras cosas, porque no ha habido amagos de secesión (apenas una rebelión federalista en Loreto, en 1921). Pero siendo el Perú tan diverso y complejo, es más sorprendente, en perspectiva, el obstinado y milenario intento de su unificación que sus eventuales disoluciones. Por eso califiqué a nuestro país, hace más de un año (5/6/21), como un gran mito de Sísifo: cargamos la piedra hasta una cima solo para dejarla caer y recogerla nuevamente.

Pero no podemos dar la unidad por sentada. Nada garantiza que la persistencia unitaria prevalezca siempre. Sobre todo si, como ahora, la falta de confianza interpersonal, el ímpetu (a veces cainita) de prevalecer a toda costa, la envidia, la alegría por la desgracia ajena; en fin, la intolerancia y la mentalidad de suma cero –“mi” forma de ser peruano es la que vale– priman sobre los cada vez menos y más extenuados intentos de reconocimiento mutuo y búsqueda de denominadores comunes.

No creo que sea casual que, en el contexto de la decadencia del horizonte peruano, el poder haya recaido en las manos más incompetentes y moralmente débiles imaginables. La historia de la humanidad muestra que la degeneración de las sociedades –incluso de los grandes imperios– va acompañada de la degradación de sus líderes. Y eso, a su vez, acrecienta la disolvencia: el desafío de la unidad se vuelve más arduo, pero los encargados de mantenerla son menos idóneos.

¿Hay, acaso, alguna esperanza? El horizonte peruano es incompatible con la mentalidad ínfima de quienes aspiran a ser cabeza de ratón, dividiéndonos. El Perú es una creación constante e incremental; un ensayo-error motivado en la búsqueda de un destino grandioso y común. Pensar y actuar en grande será lo que nos salve.

Gonzalo Zegarra M. es consejero de estrategia