Alto Trujillo pertenece hoy a El Porvenir, distrito de la capital liberteña, pero aspira a convertirse en un distrito independiente. Hace un mes, de hecho, se publicó una resolución ministerial firmada por el presidente del Consejo de Ministros, Salvador del Solar, aprobando informes que darán pie a la necesaria consulta vecinal.
Así, Alto Trujillo se sumaría a los casi 1.900 distritos en los que se ha decidido fraccionar al país. Para cualquier observador honesto, este número es absolutamente inmanejable en un Estado unitario y a la vez poco institucional como el Perú. Pero los esfuerzos van en dirección contraria al sentido común. Entre el 2007 y el 2017, se crearon cuatros distritos por año en promedio. Un tercio del total de distritos actuales tiene menos de 2.000 habitantes, y 88 distritos tienen menos de 500. En general, son tan pequeños que se necesitarían tres distritos de tamaño promedio para llenar el Estadio Nacional.
El problema sería menos grave si, por lo menos, este fraccionamiento tuviese un orden político razonable. Pero no. Los partidos políticos nacionales, o lo que queda de ellos, han cedido terreno a movimientos regionales y locales. ¿Qué articulación nacional se puede esperar con miles de piezas dispersas que responden, además, a su propia agenda política? ¿Qué capacidad de coordinación y gestión se le puede pedir, realistamente, a un distrito con unos pocos cientos de personas?
Las regiones tampoco cuentan con la escala suficiente. Las 25 regiones del Perú tienen, en promedio, cinco veces menos habitantes que el estado promedio de EE.UU.
La escala, por supuesto, es solo una de las aristas de un problema mucho mayor, pero refleja bien el daño que ánimos populistas –basados en sentimientos de localía mal canalizados– han infligido sobre el proceso de descentralización y que han herido, quizá irremediablemente, al Estado Peruano. Hoy muchas autoridades subnacionales exceden sus competencias legales, ahuyentan inversión privada, y son incapaces de ejecutar su presupuesto en beneficio de su gente. Otras, demasiadas, tienen serias acusaciones o condenas por corrupción. El desorden es obvio para quien quiera verlo.
En cierto sentido, se puede decir que la descentralización es un fin en sí mismo. Una ciudadanía plena incluye alguna cercanía e identificación con el representante político territorial. El centralismo histórico del Perú legitima también los reclamos de más autodeterminación, sobre todo en un país tan diverso.
En otro sentido, sin embargo, la descentralización no es un fin en sí mismo. Al ciudadano no le importa si la posta médica la hizo el Ministerio de Salud, el gobernador regional o el alcalde local; le importa que funcione. Si el colegio lo mejoró su alcalde de centro poblado o vino el mismísimo presidente Vizcarra vestido de albañil, da igual. Quien sea la instancia de gobierno más competente para ejecutar tal o cual proyecto deberá ser la encargada de realizarlo. Visto así, la pregunta de fondo es qué escala se requiere en cada tipo de proyecto para que la población tenga mejores servicios públicos al menor precio.
Si bien la escala tampoco es garantía –véase la pobre ejecución de los ministerios este año–, por lo menos da la oportunidad de hacer las cosas bien. Dos ejemplos que corrieron en paralelo ilustran el punto. Mientras que en la reconstrucción del norte el enorme presupuesto se atomizó en regiones, provincias y distritos, en los Juegos Panamericanos los esfuerzos fueron debidamente coordinados. Los resultados hoy saltan a la vista.
Viene siendo hora de dejar de mentirnos sobre el proceso de descentralización. Si algo no funciona, se empieza por reconocerlo para poder luego corregirlo. Pero el costo político, como es usual, omite esta enorme conversación del debate público. Mientras tanto, Alto Trujillo, donde la mitad de las personas no tiene agua potable ni desagüe, se prepara para ser distrito en julio próximo.