Cuando se ensaya un listado –o, más arriesgado aún, un ránking– de los principales problemas del Perú, difícilmente aparecerá la desconfianza interpersonal como un asunto central. La criminalidad, la inestabilidad política, la informalidad, la pobreza y la falta de empleo adecuado suelen más bien liderar esos registros.
Analizada en su correcta dimensión, sin embargo, la desconfianza interpersonal puede ser a la vez causa y consecuencia de por lo menos parte de los problemas anteriores. La desconfianza hace que cualquier relación –política, comercial, de inversión o personal– tenga más fricción. Si no confiamos en nuestros colegas de partido político, seremos más propensos a la fragmentación y multiplicidad de frentes. Si nunca confiamos ni en los políticos que nosotros mismos elegimos, ninguna democracia será estable. Si no confiamos en el criterio de las empresas y trabajadores para mantener una relación sana, llenaremos los reglamentos laborales de detalles ridículos, lo que promueve informalidad. Si no confiamos en nuestra contraparte en un negocio, gastaremos más en verificar el cumplimiento del acuerdo, y ese costo puede convertir el emprendimiento en pérdida, con ganancia solo para los abogados y notarios de turno. Los ejemplos son infinitos. La desconfianza puede no ser la causa de todos los problemas nacionales –sería absurdo sugerirlo–, pero sí hace todo más difícil.
Y el Perú es especialmente desconfiado. Una encuesta de Ipsos para 30 países, publicada en el 2022, encontró que el Perú era el segundo país con menor confianza interpersonal de la región (superamos a Brasil), y se ubicaba en el puesto 25. Mucho más grave aún son los resultados de la World Values Survey (WVS). Tan solo un 4,2% de los peruanos, según dicha fuente, están de acuerdo con la frase “se puede confiar en la mayoría de las personas”. Ahí, de 90 países, el Perú se ubicó en el puesto 88 (solo mejores que Albania y Zimbabue). “Claro, es porque los peruanos solo confiamos en nuestra familia y amigos”, podría replicar entonces algún optimista, pero tampoco es el caso. La misma WVS, en un análisis de 50 países, encuentra al Perú penúltimo en confianza sobre familia y amigos, por encima apenas de Haití.
¿Cuánta de esta desconfianza es cultural o aprendida, y cuánta es justificada por malas experiencias en las que la confianza fue traicionada? Es una pregunta difícil, con sistemas que se refuerzan el uno al otro, pero un experimento realizado en 40 países con billeteras supuestamente perdidas puede ofrecer algunas luces. Entre el 2013 y el 2016, investigadores dieron la oportunidad a más de 17.000 personas para devolver billeteras a sus dueños. Algunas contenían el equivalente a US$13,45 en moneda local, y otras nada de efectivo. El Perú fue el país en el que menos billeteras con dinero se devolvieron y el tercer país con menor retorno de billeteras sin dinero (por delante de Marruecos y China). Países bastante más pobres que el Perú, como Ghana y Kenia, tuvieron mejores resultados. Si estos resultados son generalizables, entonces se puede decir que en el Perú la prevalente desconfianza interpersonal puede ser sumamente ineficiente en términos sociales, pero no siempre es injustificada en términos personales.
¿Cómo se sale de aquí? No hay una ruta corta. Mayores controles y sanciones para infractores funcionan para algunos casos, pero difícilmente para la mayoría, y mal llevados pueden ocasionar más bien el efecto opuesto. Tampoco corrigen el problema de fondo. Literatura internacional sugiere que el impulso de espacios comunes, organizaciones sociales (como partidos políticos y comunidades de vecinos o religiosas) y mejoras en la educación de jóvenes ayudan. Lo primero, sin embargo, es reconocer que tenemos un problema… aunque no confiemos en la información que lo sugiere.