“Como docente, mi experiencia es que, frente a los cuadraditos con nombres o fotos de mascotas que tengo en la pantalla, no encuentro la inspiración para modular mi discurso”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Como docente, mi experiencia es que, frente a los cuadraditos con nombres o fotos de mascotas que tengo en la pantalla, no encuentro la inspiración para modular mi discurso”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza

El súbito paso de la educación presencial a la virtual en marzo del año pasado tuvo algunas virtudes para la vida de las ciudades: calles despejadas de tráfico y la recuperación de las comidas y tertulias familiares en los hogares. Sin embargo, trajo también efectos negativos: quienes carecían de conexión a Internet o de una computadora no podían brindar o seguir las clases y un número de alumnos desertó de los estudios.

Con el tiempo y el esfuerzo económico, los problemas de infraestructura se fueron superando, pero para muchos queda la sensación de que la educación por Internet pudo servir como una medida de emergencia ante la que impedía reunir a la gente, pero que no es la educación ideal y, por lo tanto, no puede sustituir a la presencial. Esto, que parece ser ya un consenso en torno de la educación escolar, no se asume de la misma manera para la educación universitaria. Algunas universidades parecen ir con pies de plomo en materia de retorno a la normalidad, proclamando que el regreso a las aulas será progresivo, parcial y gradual y que, en cualquier caso, nunca volverá a ser como antes. Aquí parece estar librándose un forcejeo entre quienes defienden un retorno al antiguo régimen y quienes sostienen que la nueva educación ha venido para quedarse; por lo menos, para el caso de algunas materias o para ciertas poblaciones estudiantiles (como posgrados o adultos que trabajan).

Es fácil entender que, para las instituciones educativas, las clases online han caído como un regalo del cielo para resolver problemas físicos de falta de aulas y de espacio en las bibliotecas. Un profesor que antes daba clases presenciales a 30 estudiantes, ahora puede darlas a 70, sin necesidad de usar un micrófono ni la sensación de estar frente a un aula atestada. Las clases quedan grabadas y el que no las escuchó a tiempo lo puede hacer más tarde. Los alumnos estudian y se preparan para los exámenes en sus casas y, así, la universidad no tiene que proveer salas de estudio. Tampoco tiene que prestar libros físicos, porque la bibliografía es digitalizada, de modo que cada alumno la puede descargar en su computadora. Por el lado político, la posibilidad de que los alumnos, profesores y trabajadores se organicen para protestar por algo, se debilita. Se acabaron las tomas de locales o los plantones frente al rectorado o la puerta de la universidad.

Pero hay varios aspectos en los que la educación virtual “no es lo mismo” que la presencial, para citar la frase de un estudiante con quien conversé respecto de cómo se sentía aprendiendo recostado en su cama frente a la computadora, en vez de sentado en el aula frente al profesor, tras una hora de ir apretujado en un vehículo de transporte público. Como docente, mi experiencia es que, frente a los cuadraditos con nombres o fotos de mascotas que tengo en la pantalla, no encuentro la inspiración para modular mi discurso, a diferencia de cuando tengo frente a frente a las personas a las que me dirijo. Por una cuestión de discreción personal y de ancho de banda, los alumnos rara vez prenden su cámara. Falta, entonces, el gesto facial o corporal de quien recibe las palabras y permite deducir su reacción, de modo que uno pueda captar si hace falta explicar mejor una idea, proporcionar un nuevo ejemplo, o si esta ya quedó clara y se puede pasar al siguiente punto. Echo en falta, además, las charlas con los alumnos de las primeras filas antes de empezar la clase o en los intermedios, en las que quienes no se atrevían a hacer preguntas delante de todos aprovechaban para resolver sus dudas o plantear asuntos más personales, relacionados con su vocación o alguna investigación en marcha.

Otro problema serio de los campus cerrados es que los alumnos no pueden investigar en las bibliotecas hojeando los números de una revista o los libros de la estantería. Solo pueden consultar los materiales previamente digitalizados, lo que reduce enormemente las fuentes de consulta. La posibilidad de investigar textos antiguos prácticamente no existe. De otro lado, la pérdida de la interacción con sus compañeros de estudios es una de las carencias más graves que afecta a los alumnos de la educación virtual. Un viejo dicho universitario señala que uno aprende la mitad de sus profesores y la otra mitad de sus compañeros. Se está perdiendo esa mitad, que se ganaba con las discusiones al final de la clase, rumbo a la cafetería, la biblioteca o el paradero del micro, o en las reuniones de estudios. Y no estoy tocando aquí la cuestión social, que es otro ámbito en el que hay una pérdida muy importante con la no presencialidad.

Sin duda, la educación online es un complemento valioso de la formación superior y, empleada de forma inteligente, será una herramienta importante para diversas situaciones que la hacen recomendable, pero difícilmente puede sustituir a la educación presencial, a la que urge volver tras los que serán dos años de enseñanza anónima.

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