Iván Alonso

Nos hemos acostumbrado a medir cada cierto tiempo los avances en la “ejecución” presupuestal de los distintos ministerios o niveles de gobierno. Al acercarse el final del año, leemos con ansiedad que los ministerios y los municipios no han ejecutado ni las tres cuartas partes y algunos ni la mitad de sus presupuestos de y nos indignamos ante la incapacidad del aparato estatal para gastar, habiendo tantas necesidades y teniendo los recursos a su disposición…

Tal indignación –injustificada, en nuestra opinión– da por sentadas dos premisas. Primero, que las inversiones que se ha dejado de ejecutar traerían beneficios iguales o mayores a sus costos. Segundo, que los recursos estaban efectivamente disponibles. La primera premisa es incierta; la segunda es manifiestamente falsa.

El catálogo de proyectos cuestionables es bastante largo como para suponer que la inversión es invariablemente buena para el país. Van desde el proverbial monumento al árbitro hasta algunos de los grandes proyectos de infraestructura. Se olvida a menudo que la inversión es esencialmente un costo, un uso de recursos –el tiempo de los ingenieros y operarios, la fabricación y el transporte de materiales etc.– que podrían utilizarse para la satisfacción de otras necesidades, quién sabe, más urgentes. Hay proyectos que se cuelan en el presupuesto de la república con un empujoncito de algún congresista; no porque se haya demostrado que puedan mejorar las condiciones de vida de la gente. Quizás sea mejor que no se hagan, así quede una parte del presupuesto sin ejecutar.

Los tan celebrados Juegos Panamericanos son un triste recordatorio de lo que puede pasar cuando los objetivos políticos se imponen sobre el cálculo racional de costos y beneficios. Nos gastamos más de S/4.000 millones, sacamos pecho, y un año después llorábamos por la falta de hospitales.

La otra premisa –falsa, como decíamos– es que todos los recursos presupuestados están efectivamente disponibles. Asumimos que la plata está en un cajón, esperando que los proyectos se ejecuten. Pero no es así. La plata no está en un cajón; está en una hoja Excel, en una columna de ingresos que las más de las veces no cuadra con la columna de gastos, ya sea porque los ingresos se quedaron cortos o porque los gastos excedieron lo presupuestado. Aun cuando la ejecución no llegue al 100%, tenemos un déficit fiscal. Si insistimos en ejecutar más inversiones, tenemos que hacernos a la idea de un déficit mayor. Este economista prefiere no insistir.

Claro que es razonable endeudarse para ejecutar proyectos de largo aliento. Un proyecto que rinde beneficios futuros debería pagarse, idealmente, con los impuestos de los futuros beneficiarios. Pero la capacidad de endeudamiento tiene un límite porque los impuestos futuros no solamente sirven para pagar deudas, sino también para que el estado cumpla con sus funciones.

Sería más saludable que, en lugar de discutir con decimales el avance de la ejecución presupuestal, nos fijáramos en la utilidad de las inversiones –si brindan o no brindan beneficios a la población–, sobre todo de las que están aún por iniciarse y también, por supuesto, de las que han quedado a medio hacer y quizás nunca debieron comenzarse.

Iván Alonso es economista

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