El Estado te asegura que no perezcas en el estado de violencia y, a cambio, te pide que le entregues el monopolio del uso de la fuerza. Es la parte más elemental del contrato social. El principio básico en el que Hobbes y Weber coincidían. Sin embargo, en el Perú, la disfuncionalidad en la que se mueven las relaciones del ciudadano con el Estado ha ocasionado que se cultive una ciudadanía deteriorada que ha construido su progreso de espaldas al Estado, una ciudadanía de supervivencia. Ahí donde no había Estado, el ciudadano solucionó un problema que el Estado no pudo solucionar. Lo hizo con sus servicios públicos, con su alimentación y hasta con su educación (cuántos padres de familia han construido aulas para sus hijos). Pero el problema con el crimen organizado es que el ciudadano no puede vulnerar el monopolio de la violencia estatal, salvo en legítima defensa, y los niveles de sofisticación que necesitaría para enfrentarse al crimen organizado son demenciales. Es imposible pedirle al ciudadano que se las arregle por sí solo frente a la barbarie. Tal vez una olla común pueda paliar el hambre, pero ¿qué demonios puede hacer el ciudadano frente al crimen organizado?
Tenemos un elefante en la sala. Lo hemos tenido mucho tiempo. Solo esta semana dos sicarios irrumpieron en una pichanga en Ventanilla Alta, dispararon 20 veces y asesinaron a tres personas, cinco mil vecinos de Pachacámac marcharon decenas de kilómetros para pedir estado de emergencia frente al sicariato y unos extorsionadores desataron una balacera en un concierto en Villa María del Triunfo en la que murieron dos personas. ¿Qué se espera del ciudadano? ¿Acaso debe renunciar a la vida en comunidad? Esta no es una ola de delincuencia común. Esto no se arregla con juntas vecinales organizadas y diligentes. Frente al crimen organizado, como lo ha demostrado la historia, se requiere la acción decidida del Estado. Menos enterizos rojos y menos parafernalias inservibles; más inteligencia, presupuesto y política pública basada en evidencia.
Cuando un valiente policía o un implacable fiscal comienzan a darle batalla al crimen organizado, se encuentran con un letrero como el que había en la puerta del infierno de “La Divina Comedia”: “los que entran aquí abandonen toda esperanza”. Solo así se puede entender que un coronel de la policía y cinco efectivos de la misma institución hayan sido detenidos hace unas horas junto con 22 personas en La Libertad, acusados de pertenecer a una organización criminal que se dedicaba a casi todas las cosas que están prohibidas por el Código Penal: tenían acusaciones por homicidio, sicariato, minería y tenencia ilegal de armas. Combatir el crimen organizado en el Perú es aceptar que Batman, inevitablemente, descubrirá que el inspector Gordon, Alfred y Robin, todos, eran también delincuentes, y que el Guasón se los había sembrado. Lo más terrible es que no son la primera banda criminal integrada por quienes deberían protegernos. Si no, que lo cuenten Los Cuellos Blancos del Puerto.
Y mientras en Ciudad Gótica amanece, nuestros políticos siempre aprovechan para estar a la altura de su insignificancia, enfrentados en pueriles disputas ideológicas porque hay películas que no les gustaron, porque cómo va a ser posible que una película hermosa sobre la historia de dos campesinos ancianos que mueren en el olvido pueda conmover a alguien, porque seguro es difícil creer que en el Perú así viven (y, mucho peor, así mueren) muchos compatriotas. Porque son capaces de justificar que se puede viajar al territorio de un país que ha desatado una guerra fratricida porque siguen sacando sus paraguas cuando llueve en Moscú, porque ellos tienen una labor esencial en el equilibrio de la geopolítica mundial.
Por más grilletes y enterizos rojos que se utilicen, por más conferencias de prensa que los ministros ensayen, deberíamos admitir que el crimen organizado está ganando. Si el IEP nos dice que entre las personas que conocen a Nayib Bukele la gran mayoría apoyaría que se implemente un plan como el que ha usado en El Salvador, el elefante ya no está en la sala, sino que ha ocupado toda la casa. El ciudadano que espera mano dura contra el crimen organizado no es un ciudadano antidemocrático. Aunque no revise e interiorice todos los días las condiciones de la poliarquía de Dahl, no significa que no pelearía por su democracia, pero también está cansado de que todos los días le maten a alguien que quiere. Porque él quisiera construir el aula, levantar el comedor popular, pero cómo le explicamos al Estado que él, aunque quiera, no puede hacer nada contra fusiles y granadas, porque no hay estado de emergencia que funcione si, simplemente, no hay Estado.