Lo inevitable de la muerte no desaparece la esperanza de evadirla, o postergarla por tiempo indefinido. No es un sentimiento nuevo, ni pertenece a una sola región del mundo. No hay sociedad en la que, por contradictorios que sean estos razonamientos, hayan dejado de existir.
Voy a referirme a dos situaciones, lejanas en el tiempo y en el espacio, en las que se vivieron estas sensaciones.
En primer lugar, vamos a trasladarnos al sitio arqueológico de Uruk, ubicado a 225 kilómetros al sur de Bagdad, la capital de Iraq. Fue allí, tres mil años antes de Cristo, el lugar en que los sumerios nos legaron un hermoso poema con reflexiones profundas sobre el tema mencionado.
Gilgamesh gobernaba Uruk, era el quinto rey que detentaba el poder luego del Diluvio Universal, creencia compartida por muchas culturas. Los testimonios escritos por los sumerios (primeros habitantes de Mesopotamia que fueron alfabetos) nos dan cuenta de su doble naturaleza: dos partes divinas y una humana, la fortaleza de su cuerpo y su enorme talla, que no ocultaban su temor por la muerte.
Las tabletas escritas nos dan noticia de su amistad con Enkidu, un varón potente, criado fuera del mundo de los hombres, en perfecta armonía con la naturaleza. Ambos se enfrentaron al monstruo de la foresta, llamado Humbaba, y sufrieron la presión de la diosa Ishtar, que fracasó al tratar de seducir a Enkidu.
El castigo divino recae sobre el “hermano menor” y Enkidu muere, es decir, queda encerrado en el “mundo de abajo” o Infierno. Gilgamesh quiere rescatarlo y para hacerlo necesita el consejo de Utnapishtim, el único ser, ahora inmortal, que con sus familiares y servidores había sobrevivido al Diluvio Universal, personaje que es equivalente a nuestro conocido Noé.
Tras una penosa travesía, Gilgamesh atraviesa el mar conocido como aguas de la muerte y finalmente llega ante Utnapishtim, quien le indica que la inmortalidad no es patrimonio de los humanos y que la muerte está ya decidida por los dioses.
Entristecido por el resultado de su misión, Gilgamesh se prepara para regresar, pero la esposa de Utnapishtim le avisa que en el fondo del océano existe una planta milagrosa, que asegura la eterna juventud. Gilgamesh se sumerge y logra encontrarla. Agotado por el esfuerzo, mientras toma un descanso, una serpiente devora la planta de la inmortalidad.
Dada la imposibilidad de devolverle la vida a Enkidu, consigue que se le permita conversar con su amigo, para que le cuente cómo es el lugar adonde también él irá cuando le llegue la muerte. La respuesta parece repetir lo que piensan los peruanos sobre el más allá: si tu familia y amigos te recuerdan y celebran el aniversario de tu partida, con el cariño de tu paso por la vida, te alimentarás con el olor de las comidas y las voces de los participantes. Enkidu concluye diciendo: “Si tus parientes y relativos cercanos te olvidan, en el ‘mundo de abajo’ vagarás en soledad y comerás las sobras de los más afortunados”.
Revisando nuestra historia, conviene echar una mirada sobre lo que hicieron los incas para evadir la muerte. Como se sabe, los cadáveres de la nobleza imperial fueron momificados y colocados en lugares especiales para ser reverenciados. Los incas difuntos mantenían sus propiedades territoriales, servidores, esposas y parientes cercanos, que gozaban del poder adquirido en vida por su notable pariente. El nuevo inca tenía que construir su propio entorno privilegiado en base a nuevas conquistas, nuevos vasallos y nuevos territorios, para lo que contaba con su capacidad de gobernante y con ser comandante del ejército imperial.
Las momias de sus predecesores (mallki en quechua) seguían participando en el gobierno a través de especialistas que interpretaban sus deseos, opiniones o propuestas. Habían sido elegidos por los familiares del difunto, quienes defendían sus intereses, lo que configuraba al gobierno incaico como el quehacer de diez o doce familias extensas, nacidas y educadas en el Cusco. Convertido en mallki, la existencia del inca pasaba a una segunda vida que lo hacía inmortal, para mantener una clase social cerrada, con exclusión absoluta de cualquier advenedizo.
El pacto de exclusividad entre las familias de la élite incaica (panacas), obligaba que cada muerte de un inca se convirtiera en una feroz lucha por colocar en el poder al heredero de alguna de ellas. La lista de gobernantes que entregaron a los españoles seguramente no contiene a quienes desparecieron en esta contienda.
Antes de la llegada de los europeos, Atahualpa y Huáscar habían masacrado a las panacas rivales con ansias de desaparecer su recuerdo y, por tanto, sus ansias de inmortalidad, y para, al mismo tiempo, asegurar la propia.
El sueño de la inmortalidad se esfumó en dos civilizaciones poderosas, nos queda el consejo de Enquidu: que nuestra vida sea más tarde el recuerdo cariñoso de quienes queremos.