Gonzalo Banda

Conocí a –fundador del Sodalicio de Vida Cristiana– en Lima, durante un encuentro mundial de los miembros del Movimiento de Vida Cristiana, a mediados de los 2000. Lo identifiqué cuando repentinamente se formó un alboroto en la entrada del centro de convenciones donde él iba a dar una conferencia. La histeria se apoderó de los asistentes, a tal extremo que muchos se apretujaban y corrían despavoridos para que él los tocara y les hiciera una señal de la cruz en la frente.

En la mirada de Figari se distinguía un disfrute egocéntrico de la devoción que le prodigaban las masas. Pero detrás del culto a la personalidad del fundador del Sodalicio se ocultaban, durante muchas décadas, los más graves escándalos de abusos sexuales, físicos y psicológicos perpetrados por una congregación religiosa en el Perú. A pesar de que muchas de las víctimas de Figari eran personas que provenían de la aristocracia peruana, el sistema de justicia y la cortina de hierro que construyó Figari fue de tal magnitud que siempre consiguió esquivar la justicia. El caso de Figari revela una continua falla del sistema de justicia en el Perú, que hace que las víctimas de abusos terminen siendo perseguidas, apartadas y criminalizadas, como ha sucedido también con periodistas y decenas de denunciantes.

Para que Luis Fernando Figari haya conseguido silenciar las acusaciones es preciso que el sistema de justicia peruano entienda que no obró en soledad. Hubo cómplices que se encargaban de perseguir a los denunciantes y los obligaban a retroceder. Hubo también una cúpula de poder, conectada con el círculo de confianza más cercano a Figari, que desvió no solo las denuncias contra Figari, sino contra Germán Doig y muchos otros sodálites. Era una práctica muy común que, cuando las primeras denuncias comenzaron a hacerse públicas, muchos miembros del Sodalicio hicieron de guardia pretoriana de Figari, de policía del pensamiento, persiguiendo selectivamente a algunos de los miembros más críticos a quienes sometieron a presiones insufribles.

Hannah Arendt ha empleado convenientemente la expresión de la “banalidad del mal” para explicar cómo ideologías nefastas avanzaron sin encontrar resistencia moral entre quienes lo padecieron. Muchos de los cómplices de Figari banalizaron el mal y hoy siguen disfrutando de los frutos económicos y sociales que recibieron gracias al poder que les permitió reunir el Sodalicio.

Ojalá la expulsión de Figari sea solo el primer paso del camino en el que las víctimas puedan recibir justicia y donde aquellos ‘sepulcros blanqueados’ que hoy gozan de impunidad pueden responder ante la justicia sin gozar de los privilegios que obtuvieron en base al engaño, la manipulación y el silencio.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Gonzalo Banda es analista político

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