La insatisfacción de los peruanos con la clase política y el Estado no comienza con el gobierno de Pedro Castillo. De hecho, la discusión sobre la incapacidad del Estado –y la inexistencia real de este– para resolver los problemas de los ciudadanos tiene décadas. Aunque con mayor o menor intensidad dependiendo de quien esté en el poder.
El Perú es un país de argollas. Si quien llega al poder es alguien con quien compartimos ideas, seremos tolerantes. Por el contrario, si quien está en el poder tiene una ideología distinta, seremos sumamente críticos. Quienes en su momento exigían la vacancia de PPK hoy llaman golpistas a quienes exigen la de Castillo.
En esta discusión, rara vez hemos incluido a aquellos que más sufren por esa incapacidad del Estado: los ciudadanos que dependen de este para satisfacer sus necesidades más básicas. En un país centralizado, con una clase política que no rinde cuentas a sus electores y un sistema político que genera incentivos perversos, los ciudadanos sentimos que no hay salida. Y en ese no haber salida exigimos que se vayan todos porque no nos sentimos representados por ninguno. Al hacerlo, evitamos entrar a la discusión sobre cómo resolver los problemas reales del país.
En el Perú no hay Estado y esa es la realidad. Tanto es así que los ciudadanos deben resolver sus necesidades de manera directa. Aquellos que pueden, por su poder adquisitivo, compran salud, educación y seguridad privada. Mientras que el resto, lamentablemente, debe conformarse con la mala calidad de los servicios públicos. Si en algunos lugares la seguridad está a cargo de vigilantes privados, en otros son las rondas campesinas quienes suplen al Estado. Con los consiguientes abusos que ocurren desde uno y otro lado. El 97% de los establecimientos de salud de primer nivel del sector público tiene una capacidad instalada inadecuada y solo un 9% de los colegios públicos del país está en buen estado. Esta falta de acceso a servicios de calidad genera una brecha importante entre peruanos que no se resolverá negando la realidad.
Hemos institucionalizado la violencia como mecanismo de negociación y el Estado no tiene la capacidad de imponer la ley. ¿Cuántas veces las demandas de distintos grupos son impuestas a través de la toma de carreteras y la destrucción de la propiedad privada? Desde la anulación de un peaje o la exoneración del ISC, hasta la derogación de una ley. Hoy la interoceánica está bloqueada por 5.000 manifestantes, entre mineros ilegales y comerciantes informales que exigen el retiro de la base militar-policial “Eco Charly” por supuesto cobro de cupos para permitirles el paso de insumos prohibidos utilizados para la extracción del oro ilegal.
El 76,8% de la PEA se desarrolla en el sector informal. Alrededor de 13 millones de peruanos tienen puestos de trabajo precarios, sin redes de protección social y sin ningún tipo de seguridad. El Ránking de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional encontró en el 2019 que el 30% de usuarios de servicios públicos en el Perú pagaron una coima y el 23% de las empresas dicen ser obligadas a pagar coimas para obtener contratos con el Estado. Somos un país donde día a día los ciudadanos tienen que sobrevivir frente a la inoperancia de un Estado incapaz de satisfacer sus necesidades. Un país donde no hay ciudadanos iguales ante la ley, porque no hay ley ni orden. De hecho, las leyes en el Perú rara vez son respetadas. Como consecuencia, solo el 11% de peruanos está satisfecho con la democracia que existe en el país y el 52% apoyaría un golpe de Estado militar en caso de corrupción insostenible.
En el Perú conviven muchos países en uno. Si no buscamos iniciar un dialogo sobre la realidad del país y de la falta de Estado, no podremos impulsar las reformas necesarias para resolver nuestros problemas. Necesitamos cambiar la estructura de poder. Romper con la privatización del Estado; esto es, con el control del Estado por intereses privados, y lograr que los peruanos tengan una adecuada representación política. Esta es una de muchas y muy urgentes reformas.