El sistema democrático vive sus momentos más aciagos en este siglo. De haber sido la respuesta ética, lógica y práctica frente a la violencia del autoritarismo y de las dictaduras que prevalecieron durante el siglo pasado, hoy se halla limitada, torpe y ambivalente frente al populismo y otras formas no democráticas de gobierno.
Un reciente estudio de Pew Research confirma que, en el ámbito global, una mayoría (52%) de personas se encuentra insatisfecha con la forma en la que funciona la democracia (frente a un 44% que se encuentra satisfecha). Y muchos de los insatisfechos, por cierto, viven en democracias establecidas, como Estados Unidos (59%), Francia (58%) e Inglaterra (69%).
Esta desafección hacia los valores democráticos es muy riesgosa. Por el lado de los ciudadanos, la insatisfacción se traduce en la búsqueda de soluciones radicales y de personajes estridentes, prestos a ofrecer el cielo en la tierra. La clase política, por su parte, está dividida entre sus principios y sus ansias de poder. En la pugna, sin embargo, observamos cómo el eje gravitacional ha ido virando desde sistemas democráticos hacia autoritarios: un estudio del V-DEM Institute, en efecto, confirma que las democracias liberales han ido perdiendo espacio frente a las democracias electorales, las autocracias electorales y las autocracias cerradas (estas últimas, las más pérfidas y las que más crecen).
Pocos políticos se presentan como autócratas o populistas (un caso paradigmático sería el de Rodrigo Duterte en Filipinas). No obstante, es difícil perderse en la madeja de sus propuestas: le atribuyen todos los males al sistema democrático-capitalista, enarbolan la bandera nacionalista, se encogen al hablar de los pobres, y así. Cuando se trata de corruptelas o de injusticias, encarnan “la mano dura” que el pueblo necesita. Cuando se les reduce el vocabulario (ante una pregunta técnica), apelan a la unidad, la esperanza y la fe. Son de manual y, aun así, los vemos liderando países o encuestas.
El populismo se destila a derecha e izquierda del abanico ideológico. Pero una vez en el poder, poco importa la ideología: el caudal de apoyo es lo que mueve sus fichas. En cuanto a resultados, hay garantía del balance final: un período (si no varios) perdidos, dinero despilfarrado en corruptelas y clientelismo, mayor desazón ciudadana, pérdida de productividad económica y, casi siempre, mayores niveles de inseguridad ciudadana.
Frente a esto, la democracia tiene pocas líneas de defensa. La prensa es una, aunque constantemente agredida por los caudillos y sus satélites. Las leyes y tribunales, sabemos, son más frágiles.
La ciudadanía, a fin de cuentas, es la última línea de defensa (Estados Unidos, por ejemplo, acaba de rechazar en las urnas a un líder populista). Por ello, resulta imprescindible atender los procesos electorales con interés, escuchar con atención y votar pensando en las oportunidades, no en las frustraciones. El resultado de ese voto se entenderá y se sentirá en el largo plazo.
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