Los saludos de fin de año son proclives a venir cargados de un dechado de cursilerías tipo tarjeta Hallmark que empalagan a cualquiera. No por eso dejan de ser importantes y de tener un valor, si no literario, por lo menos sentimental. Y es que, a diferencia de la Navidad, fiesta religiosa que celebra el nacimiento del hijo de Dios, el Año Nuevo es una celebración absolutamente pagana, en la que no conmemoramos nada concreto: nadie ha nacido, nadie se ha muerto, no hemos ganado ni media batalla ni nos hemos independizado de ninguna potencia. Simplemente ponemos toda nuestra energía en que en la siguiente vuelta al sol de 365 días, 5 horas, 45 minutos y 46 segundos nos vaya a todos mejor. El Año Nuevo es la fiesta del deseo, de las ganas, de la ilusión; y una sociedad sale adelante si sus individuos desean más o menos las mismas cosas.
Leo las noticias que anuncian que en tres días el Perú arderá por culpa de los extremistas y me da miedo poner un pie en el 2023. Escucho las respuestas de quienes piden que las protestas se combatan a bala y fuego y no sé muy bien si quiero despedir el 2022. Es verdad que ha sido un pésimo año, como pocos, pero acaso hay certeza de que en este que recién empieza la cosa mejore. Para eso necesitaríamos empujar todos el carro para el mismo lado, pero ¿tenemos acaso deseos comunes? ¿Cuáles son? Cambiar la Constitución, sacar a Pedro Castillo de la cárcel, dejar al modelo económico intocable. O tal vez retroceder en materia de calidad educativa, preservar el puesto de los congresistas, apañar violadores y maltratadores de mujeres.
Si analizamos los temas que copan la discusión mediática y la de redes sociales podríamos pensar que los peruanos hemos abandonado nuestros anhelos comunes para enfrascarnos en discusiones que, lejos de promover acuerdos mínimos, fomentan la polarización. Resulta injusto, sin embargo, achacarle a los que cada día se levantan para salir adelante la inutilidad de estos debates. Para nadie es novedad que estamos en manos de sujetos a los que no les interesa que los peruanos tengamos paz, mejores oportunidades laborales, mejor educación, mejor salud, nada. Y para dejar constancia de su desprecio, cuando han podido tomar iniciativas en ese sentido, han preferido aprobar medidas que nos alejan de pasar un año más feliz y avizorar una vida mejor.
El diagnóstico es desolador, ya lo sabemos, y ahí están los hechos para demostrárselo a quienes creen que con la salida de Castillo y su entorno mediocre hemos resuelto algo. Estamos aterrizando en este año que se estrena con protestas en las calles, un Congreso absolutamente desprestigiado y una presidenta que, al no saber de qué sostenerse para legitimar su mandato, se ha agarrado del cañón de las armas que se usan contra quienes votaron por ella. ¿Habrá quien pare esta demencia y represente a esa mayoría de peruanos que no estamos en ninguno de los extremos de esta lucha de fuerzas?
Mientras escribo, horas antes de que den las doce, pienso en las uvas que nos comeremos pidiendo deseos, las vueltas que daremos a la manzana, maleta en mano, añorando viajes, y en la cantidad de muñecos de Pedro Castillo que arderán para que el fuego se lo lleve de nuestras vidas con su mala vibra. Y recuerdo los que ardieron antes. Y deseo con toda mi alma que nuestro próximo presidente no sea un pelele más, cuya piñata vudú tengamos que incinerar simbólicamente en algún año nuevo venidero. ¿Aparecerá alguien que sea capaz de devolvernos la esperanza de soñar juntos? A ponernos doble calzón amarillo para que nuestros deseos se cumplan. Feliz año, a pesar de todo y sobre todo.