Entre los supremacistas blancos hay una loca obsesión por demostrar que buena parte de sus ascendientes son caucásicos y, especialmente, con un buen rastro neandertal. Los kits de ADN ancestral se han vuelto populares y es posible descubrir –en líneas gruesas– de dónde provienen nuestros antepasados. Lo que en sus orígenes se pensaba como buen mecanismo para demostrar que no hay razas “puras”, al parecer no siempre ha tomado este curso.
El problema con estas pruebas, como indicamos en una columna anterior (véase “De inga, mandinga, pero también de... gringa”, 22/8/2018), es que siguen “racializando” las diferencias entre los seres humanos. Es decir, continúan insistiendo –en el fondo– en que hay variaciones genéticas significativas que nos separan. Ello en vez de hacer hincapié en que las razas son constructos sociales que surgen entre los siglos XVI y XVIII, justo cuando Occidente quería justificar su atropello colonizador sobre el resto del planeta.
La ciencia fue cómplice –a veces involuntaria– del surgimiento del concepto de raza humana y, por ende, del racismo. A pesar de que ya existían clasificaciones raciales, fue el trabajo de Carlos Linneo el que lo impulsó de forma definitiva en el siglo XVIII. El esquema taxonómico de los seres vivos de Linneo, obra monumental cuyos principios aún se utilizan en la biología, tuvo la osadía de ubicar a los humanos como parte del reino animal junto a los simios, compartiendo el orden Primate. El problema surgió cuando Linneo subdividió la especie en razas.
El científico sueco no se limitó a describir el fenotipo de las cinco razas, sino que incluyó aspectos conductuales y culturales como parte de la composición genética. Dividió a los seres humanos bajo una jerarquización “natural”: por ejemplo, los africanos eran lentos y gobernados por caprichos, mientras que los europeos eran ingeniosos, astutos y gobernados por leyes. Si añadimos a esto el antojadizo uso de la teoría de la evolución de Charles Darwin (1859) para postular que algunas razas eran más evolucionadas que otras (¡oh sorpresa!, la blanca), se completa el tinglado que hoy en día conocemos como racismo “científico”.
Fue el descubrimiento de la estructura del ADN y su posterior mapeo (genoma) lo que echó definitivamente a la borda la mala ciencia del racismo. Nuestro ADN solo se diferencia en 0,1% y –en promedio– las divergencias genéticas entre los individuos de una de las supuestas razas linneanas son mayores que la diferencia promedio entre los individuos de las distintas razas.
Desesperados, los supremacistas ya no contaban con la ciencia para justificar su despotricar racista. Hasta que en el 2010 se descubrió que los ‘Homo sapiens’ salidos de África efectivamente se habían cruzado sexualmente con los neandertales, sus primos del género Homo. Adicionalmente, se calcula que los humanos actuales no africanos tienen un 2% de sus genes. La evidencia muestra, igualmente, que el cerebro neandertal era –en promedio– un poco más grande que los sapiens. Ya se imaginarán el nuevo cuento que mece: los supremacistas ya pueden aceptar –a regañadientes– que surgimos de África, pero arguyen que los blancos son más inteligentes por la herencia neandertal.
Lástima que el tamaño no es suficiente para determinar la capacidad cognitiva. Si fuera así, las ballenas y los elefantes serían varias veces más inteligentes que nosotros. La contribución genética neandertal, además, parece estar limitada a cuestiones relacionadas a la piel, el cabello y la inmunidad a ciertas enfermedades.
La ideología racista es eso, punto. No tiene respaldo científico. Es un constructo social capaz de ampliarse cuando le conviene (incluir a los pueblos semitas como caucásicos y así blanquear a Jesús) y restringirse cuando no. Lo “blanco” no es solo falta de melanina, sino que también define a los grupos que ostentan el poder, gozan de privilegios y beneficios, e imponen un mundo a su imagen y semejanza. Me hace recordar cuando una vez en clase –al hablar sobre el racismo peruano– señalé que en el Perú todos han choleado y han sido choleados. Una alumna, muy blonda, me dijo con una sonrisa cachacienta: “No todos, profesor”. Me quedé sin palabras, pero me rescató otra alumna que le dijo: “Viaja a España y solo eres una sudaca”.