Es muy extraño lo que está pasando en estos tiempos con la información. Es, al mismo tiempo, más valorada y más despreciada que nunca.
La información, potenciada por la revolución digital, será el motor más importante de la economía, la política y la ciencia del siglo XXI. Pero, como ya hemos visto, también será una peligrosa fuente de confusión, fragmentación social y conflictos.
Grandes cantidades de datos que antes no significaban nada ahora pueden convertirse en información que ayuda a gestionar mejor gobiernos y empresas, curar enfermedades, crear nuevas armas o determinar quién gana las elecciones, entre otras muchas cosas. Es el nuevo petróleo: después de procesado y refinado, tiene gran valor económico. Y si en el siglo pasado varias guerras fueron provocadas por la búsqueda del control del petróleo, en este siglo habrá guerras motivadas por el control de la información.
Pero, al mismo tiempo que hay información que salva vidas y es gloriosa, hay otra que mata y es tóxica. La desinformación, el fraude y la manipulación que fomenta el conflicto están teniendo un auge tan acelerado como la información extraída de las masivas bases de datos digitalizados. Algunos de quienes controlan estas tecnologías saben cómo convencernos de comprar determinados productos. Otros saben cómo entusiasmarnos con ciertas ideas, grupos o líderes –y detestar a sus rivales–.
La gran ironía es que al mismo tiempo que hoy hay más información fácilmente asequible de la que había en el pasado, también hay más dudas y confusión acerca de la veracidad de lo que nos llega a través de medios de comunicación y redes sociales. Alan Rusbridger, exdirector del diario británico “The Guardian”, ha dicho que “estamos descubriendo que la sociedad realmente no puede funcionar si no podemos ponernos de acuerdo sobre la diferencia entre un hecho real y uno falso. No se pueden tener debates o leyes o tribunales o gobernabilidad o ciencia si no hay acuerdo acerca de cuál es un hecho real y cuál no”.
El debate acerca de qué es verdad y qué es mentira es tan antiguo como la humanidad. Las discusiones al respecto que se dan entre filósofos, científicos, políticos, periodistas o, simplemente, entre personas con ideas diferentes son frecuentes y feroces. Muchas veces, estos debates, en vez de concentrarse en la verificación de los hechos, se centran en la descalificación de quienes los producen. Así, científicos y periodistas son blanco frecuente de quienes, por intereses o creencias, defienden ideas o prácticas basadas en mentiras.
Los científicos que, por ejemplo, generan datos incontrovertibles sobre el calentamiento global o aquellos que alertan sobre la imperiosa necesidad de vacunar a los niños, ya están acostumbrados a ser blanco de calumnias acerca de sus motivaciones e intereses.
Los periodistas son víctimas aún más frecuentes de estas descalificaciones. Si bien los ataques de los poderosos que son incomodados por los medios de comunicación no son nuevos, la hostilidad del presidente Donald Trump es inédita. “Estos animales de la prensa, sí… son animales. Son los peores seres humanos que uno jamás podrá encontrar… son personas terriblemente deshonestas”, ha dicho. También ha popularizado la idea de que los periodistas son “enemigos del pueblo” que propagan noticias falsas –las famosas ‘fake news’–. Trump ha mencionado las ‘fake news’ en Twitter más de 600 veces y las menciona en todos sus discursos. Lo grave es que Trump no solo ha logrado minar la confianza de los estadounidenses en sus medios de comunicación, sino que su acusación ha tenido gran acogida entre los autócratas del mundo. Según A.G. Sulzberger, el principal directivo de “The New York Times”, “en los últimos años, más de 50 primeros ministros y presidentes en los cinco continentes han usado el término ‘fake news’ para justificar sus acciones en contra de los medios de comunicación.” Sulzberger reconoce que “los medios de comunicación no son perfectos”. “Cometemos errores. Tenemos puntos ciegos”. No obstante, este ejecutivo no tiene ambages en afirmar que la misión de “The New York Times” es buscar la verdad. En el confuso mundo actual, donde todo parece relativo y nebuloso, es bueno saber que aún hay quien apuesta a que la verdad existe y puede ser encontrada. Esta posición es un buen antídoto contra las prácticas de quienes atentan contra la democracia y la libertad.
En 1951, Hannah Arendt escribió: “El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir”.
Más de seis décadas después, esta descripción ha adquirido renovada vigencia. Hay que recuperar la capacidad de la sociedad para reconocer y desenmascarar las mentiras. Es imperativo derrotar a quienes han declarado la guerra a la verdad.