Es difícil encontrar un mejor ejemplo para ilustrar cuán marcadamente pendular se ha vuelto la política en nuestros días, que lo que acaba de ocurrir en Chile con el proceso de reforma constitucional; dándole, además, perfecto sentido a aquella frase de que “nadie sabe para quién trabaja”.
Repasemos. Un escenario de protestas masivas gatillado a finales del 2019 por el alza del pasaje del metro termina fundiéndose en un pedido de cambio total de la Constitución. Hay mucho de simbólico en ello (estamos hablando de un texto aprobado en 1980 durante la dictadura de Pinochet, aunque posteriormente enmendado múltiples veces), pero también de exigencias concretas vinculadas a la alegada ausencia de ciertos derechos en aquella carta considerada “neoliberal”.
Sintiendo la presión política (y el efecto de sus propios yerros al lidiar con la protesta), el entonces presidente Sebastián Piñera se convence de que Chile está atravesando un “momento constituyente” y respalda la idea de hacer un plebiscito para que el electorado decida si quiere convocar o no una asamblea constituyente (o Convención Constitucional, como luego le llamarían). Esto, después de reformar parcialmente la Constitución para habilitar esa consulta, pues no había marco legal para hacerla.
El plebiscito se realiza un año después, en octubre del 2020, y casi un 80% de los chilenos vota a favor de que haya una nueva Constitución y que la redacte una asamblea constituyente que sería elegida en su integridad (por oposición a la alternativa que suponía incluir hasta en un 50% a congresistas en ese momento en funciones).
Con la efervescencia de las protestas todavía a flor de piel, Chile elige en mayo del 2021 una convención constituyente con una mayoría muy marcada de representantes de la izquierda progresista, muy en línea con la orientación política del gobierno que elegirían luego en noviembre de ese año, el de Gabriel Boric, quien fue además uno de los líderes más visibles de las movilizaciones.
Hubo mucho ruido alrededor del trabajo de la convención, pero esta finalmente termina redactando una nueva Constitución que se somete a ratificación vía plebiscito en setiembre del 2022 y pierde abrumadoramente con casi un 62% de los chilenos votando por rechazar ese texto, mientras que solo un 38% quería aprobarlo.
Chile entra así en una crisis que golpea además a la presidencia de Boric, al estar esta fuertemente vinculada al resultado del proceso constituyente. El control mayoritario que tuvieron los representantes de la izquierda progresista en la Convención Constitucional llevó a que se sintieran suficientemente empoderados como para proponer un texto que plasmaba la versión más extrema de algunas de sus preferencias políticas. Y luego advirtieron, muy a su pesar, que la mayoría de chilenos tenía posturas mucho más moderadas.
Pero el proceso de cambio constitucional no se cayó, sino que se reformuló. Se acotaron sus alcances y se convocó a una segunda elección de lo que ahora se llamaría el Consejo Constitucional. Y quienes obtuvieron mayoría esta vez, el domingo pasado, fueron los representantes de la derecha chilena, principalmente la populista radical (en la terminología de Cas Mudde) del Partido Republicano de José Antonio Kast, que fue casualmente el rival de Boric en la segunda vuelta que lo llevó a la presidencia.
Fíjense entonces. Un proceso que fue impulsado intensamente como una de las principales banderas de la izquierda en Chile ha terminado con una asamblea constituyente controlada mayoritariamente por la derecha, a tal punto que la primera no tiene siquiera poder de veto.
Conocido este resultado, Boric salió a decir: “invito al Partido Republicano a no cometer el mismo error que cometimos nosotros” –se entiende, el haber pretendido aprobar un texto constitucional que representaba la versión más maximalista de sus preferencias solo porque controlaban circunstancialmente el proceso de redacción, en lugar de buscar acuerdos intermedios–. Quién sabe si la derecha chilena terminará haciendo lo mismo, pero en sentido inverso, con iguales resultados.
Siempre es bueno recordar que el (buen) ejercicio de la política supone entender cuáles son los mínimos intransigibles de tu adversario, cuáles son los tuyos, dónde hay correspondencia y cómo se construye sobre esa base discutiendo de buena fe sobre aquello que sí es transigible. Si los máximos se convierten en nuestros nuevos mínimos, pues ya no queda espacio para discutir nada. Lo único que importa es quién gana la siguiente elección y cómo lo aprovecha mientras dure, porque la que vendrá después, por efecto pendular, ungirá a la antítesis.
Uno de los poderes más discretos y más cruciales para poder vivir en democracia es el autocontrol sobre tus propios maximalismos. Boric dice haberlo aprendido. Todos tendríamos que hacerlo.