“No podemos aceptar en silencio que el Gobierno pueda determinar cuáles son los temas o agendas que debamos tratar; […] que siendo un medio de investigación no podamos publicar temas judiciales hasta que exista sentencia ejecutoriada de última instancia –es decir, nunca–; que los asuntos penales y de corrupción no puedan ser reseñados; […] que nos digan cómo debemos titular y que toda actividad de información sea supervisada […]. Todo esto no lo toleraremos jamás y hacerlo sería indigno y contrario a los valores que defendemos”.
Este es un extracto del editorial, titulado “Las razones”, con el que la revista ecuatoriana “Vanguardia” anunciaba que dejaba de operar luego de siete años de funcionamiento. Fue publicada en su última edición, la 398, que originalmente debía salir el 1 de julio del 2013, pero que, ante la decisión de los directivos de paralizar su impresión, fue colgada por los propios redactores a Internet. Unos días antes, el 25 de junio, se había publicado en el diario oficial de Ecuador la Ley Orgánica de Comunicación, el mecanismo ideado por Rafael Correa para acosar a los medios incómodos y castigarlos con multas onerosas que las forzaran a cerrar. “Vanguardia”, que arrastraba sus propias turbulencias económicas (motivadas en parte por el retiro de anunciantes temerosos de seguir apoyando a un medio crítico) y cuya redacción había sido intervenida en tres ocasiones (dos veces por efectivos policiales y una más por delincuentes que curiosamente se llevaron las computadoras del director editorial y de los redactores que guardaban material sensible), se dio cuenta muy rápido de que podía lidiar con todo lo anterior, pero no con la nueva legislación. Así lo contó su director, Francisco Vivanco, al medio Ecuadorinmediato: “cuando la ley fue analizada no solo por mí, sino por un grupo de abogados, en general, por todos los editores [que] se reunieron con sus redacciones […], llegué a la conclusión de que era imposible mantener una revista que tiene un perfil absolutamente claro”.
El cierre de un medio siempre es preocupante para quienes creemos que una democracia no puede sostenerse sin estos y, por lo mismo, un anticipo de que vienen en camino cosas peores. Cuando “Vanguardia” cerró la Ley Orgánica de Comunicación llevaba unos pocos días en vigor. Cuatro años después, en mayo del 2017, cuando Correa dejó el poder tras una década en él, ya había servido para procesar y emitir más de 600 sanciones contra medios y periodistas. En buena cuenta, la persecución del correísmo a los periodistas no se inició con ella, pero la legislación sirvió para acelerar este proceso, obligando a algunos medios a cerrar y a otros a autocensurarse por miedo a ser multados. Una ofensiva que solo terminó cuando Correa le dejó el poder a su mano derecha, Lenín Moreno, quien afortunadamente gobernó en un tono inesperadamente opuesto al de su mentor político.
Volviendo al presente, esta semana el medio salvadoreño El Faro anunció que mudaba sus áreas administrativas y legales a Costa Rica. Aunque precisó que su redacción se mantendría en El Salvador, el acoso que vienen sufriendo por parte del régimen de Nayib Bukele imposibilita que estas continúen operando en un país en el que ya no existen las garantías de que las leyes se cumplan y la independencia de poderes se respete.
El Faro no es un medio cualquiera. Es un referente no solo en el país centroamericano, sino en toda la región. Sus reportajes sobre los peligros que deben enfrentar los migrantes centroamericanos en su trayecto hacia los Estados Unidos, el narcotráfico, las pandillas salvadoreñas y la persecución que sufren los líderes medioambientales, entre tantos otros, han recibido importantes premios y han sido guías para tantísimos periodistas en el continente. Sin embargo –o quizás precisamente por ello–, en los últimos años, Bukele se ha embarcado en una cruzada personal contra el medio.
El 25 de setiembre del 2020, por ejemplo, Bukele señaló en cadena nacional que El Faro estaba siendo objeto de una investigación “por evasión de impuestos y lavado de dinero”, una aseveración que, por supuesto, no tiene ningún asidero y para la que el gobernante no ha presentado evidencia alguna. Un año antes, su gobierno había impedido que un reportero del medio participara en una conferencia de prensa celebrada en la sede del Ejecutivo Salvadoreño sin ofrecer ninguna razón válida para este veto. El medio, además, viene enfrentando numerosas auditorías del Ministerio de Hacienda a sus cuentas en lo que a todas luces es un esfuerzo por intimidarlo y en enero del 2022 se conoció que los teléfonos de 22 de sus integrantes habían sido intervenidos entre junio del 2020 y noviembre del 2021 por ‘Pegasus’, un software israelí diseñado para labores de espionaje y cuyos propietarios han declarado previamente que solo se la venden a gobiernos, nunca a individuos.
Por supuesto, la ofensiva no ha sido exclusivamente contra El Faro, pero se ha centrado especialmente en él. ¿Por qué? No es muy difícil esbozar una respuesta. Desde hace un tiempo, El Faro se ha encargado de desgarrar el envoltorio con el que Bukele pretende presentar a su gobierno ante los ojos del mundo; este es, uno que ha logrado torcerles el brazo a las pandillas que durante décadas han desangrado El Salvador gracias a la mano dura y al trabajo planificado de un régimen que ha sido implacable con ellas. Nada más alejado de la realidad.
El Faro reveló que la reducción de los homicidios en el país centroamericano se debió a un pacto ilegal entre el bukelismo y las pandillas Mara Salvatrucha y las dos facciones de Barrio 18 a cambio de que sus integrantes recibieran tratos preferenciales en las cárceles y no fueran extraditados hacia los Estados Unidos. No hubo un plan maestro detrás, ni existió una estrategia cuidadosamente elaborada. Se trató de una negociación muy al estilo de las mafias, en la clandestinidad, y que se rompió abruptamente dando paso a una jornada sangrienta en la que las pandillas mataron a 62 personas el 26 de marzo del 2022 y que le sirvió a Bukele como pretexto para decretar un régimen de excepción que se ha extendido ya más de un año y bajo el que se han registrado una serie de abusos, casos de torturas y muertes en custodia policial que múltiples organizaciones han documentado.
Pero la prensa no ha sido el único objetivo del exalcalde de San Salvador. En sus cuatro años en el poder, Bukele y los suyos han logrado destituir irregularmente al fiscal general que trató de investigar los nexos entre el régimen y las pandillas, y cambiar a todos los magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador que les habían puesto cortapisas a las políticas del bukelismo. La nueva composición de esta Sala, además, emitió un fallo cuestionable que habilita a Bukele a presentarse a la relección el próximo año, a pesar de que una sentencia del 2014 había proscrito esta posibilidad.
Es por todo lo anterior que la salida de El Faro anunciada esta semana no debe pasar desapercibida. Es, en buena cuenta, un preludio de los tiempos difíciles –acaso definitorios– que se avecinan para la democracia salvadoreña. Y, como bien sabemos todos los latinoamericanos, una vez que los proyectos autoritarios triunfan, una vez que consiguen doblegar a la prensa y a las instituciones, se vuelve muy difícil desmontarlos. Como ocurre ahora con Nicaragua; con Venezuela; con Cuba.
No queda otra cosa entonces que alzar la voz y hacer votos para que la luz de El Faro y de tantos otros medios acosados y perseguidos a lo largo y ancho de la región sigan iluminando allí donde operan y negocian quienes quisieran que sus acciones se mantuvieran siempre en las sombras para venderles a sus ciudadanos y al resto del mundo meros espejismos.