En honor a su conocida desconfianza hacia las leyes económicas más elementales, el Gobierno de Argentina viene empujando otro despropósito mayúsculo en su pobre manejo de la inflación. A través de una resolución que cuenta con la firma del secretario de Comercio Interior, Roberto Feletti, el Ejecutivo dispuso ayer el congelamiento de precios de 1.432 productos a nivel nacional. Representantes del sector empresarial intentaron negociar con el Gobierno para llegar a acuerdos razonables, pero la iniciativa fracasó. De acuerdo con el comunicado oficial, “la lista acordada incluye tanto primeras marcas como productos de pequeñas y medianas empresas”, como bienes de almacén, limpieza e higiene y cuidado personal. A la vez, el comunicado lamenta que “la cúpula empresarial” no sea “consciente de sus privilegios”.
Más allá de la retórica populista, la medida es patentemente absurda. El anexo de la resolución incluye nada menos que 881 páginas que detallan los precios máximos por producto y por provincia. El cepillo dental Colgate Extra Clean puede costar hasta 100 pesos en Buenos Aires, por ejemplo, pero no más de 92,7 pesos en La Rioja, al noroeste del país. El queso untable cremoso Mendicrim de 300 gramos puede llegar hasta los 167,1 pesos en Corrientes, pero 3 pesos menos es el límite en la vitivinícola San Juan.
No es la primera vez, por supuesto, que Argentina ensaya con intervenciones firmes de precios, siempre con los mismos resultados. Por ejemplo, el control del tipo de cambio dio origen al dólar paralelo –o ‘blue’–, que ha seguido subiendo hasta superar los 180 pesos por dólar (hace 20 años, un peso argentino tenía el mismo valor que un dólar). Por su parte, la iniciativa de “Precios Cuidados” del 2014, con Cristina Fernández de Kirchner a la cabeza del país, incluyó 11 cortes de res con precio controlado y ayudó al desabastecimiento de carne de calidad en uno de los países productores y exportadores de carne de vacuno más importantes del mundo (ironía que inevitablemente trae a la memoria la frase atribuida a Milton Friedman: “si pusiéramos al gobierno a cargo del desierto del Sahara, en cinco años tendríamos escasez de arena”). Desde setiembre del año pasado, “Precios Cuidados” incluye no solo a los productos de góndolas, sino también a 93 productos del sector construcción, desde la bolsa de cementos hasta la grifería de cocina.
La trama de la película es, pues, repetida, solo que con la resolución de ayer ha tomado nuevas dimensiones. Una primera pregunta obvia es: ¿están las autoridades en la capacidad de fiscalizar los precios de casi 1.500 productos con valor distinto en 24 jurisdicciones argentinas que suponen cientos de miles de establecimientos comerciales? El resultado, como siempre, será la aparición de un mercado negro con precios aun mayores a los que había antes de los controles de precios. El dólar ‘blue’ es un buen ejemplo de este proceso que, además, puede traer toda la criminalidad asociada a las actividades productivas que se dan fuera de la ley –por absurda que esta sea–. La segunda pregunta es qué empresarios o comercios estarán dispuestos a vender productos por debajo de su costo real –o, peor aun, a invertir en producir más de ellos–. El resultado aquí: desempleo en los sectores productivos y, en el comercio, desabastecimiento y racionamientos de bienes que solían encontrarse en abundancia. La tercera pregunta es si estos controles, aplicados desde hace tiempo en Argentina, realmente han reducido la inflación. La respuesta es, simplemente, no.
Así como el resto de esfuerzos argentinos por doblar en su beneficio las leyes del mercado, esta iniciativa también fracasará, y los golpeados serán –de nuevo– los trabajadores y las familias. No se puede controlar exitosamente los precios de los productos por decreto más de lo que se puede abolir la pobreza por una ley que así lo disponga. Los precios que permiten que la economía prospere no nacen de ninguna autoridad que impone sus condiciones, sino de la voluntad de productores y consumidores que libremente deciden cómo producir y qué comprar.
Argentina es un gran país y, en diferentes aspectos, digno de imitación. No obstante, el camino de degradación económica que ha seguido desde hace ya dos décadas debería servir más bien como advertencia en el Perú sobre el tipo de políticas que parecen bienintencionadas pero que, más temprano que tarde, son causa de inflación, escasez y pobreza.
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