Siempre he sido un suspicaz de la . Levanto la ceja frente al patriotismo culinario, observo con distancia el orgullo que generan los ránkings de restaurantes, rehúyo de las multitudinarias ferias. Incluso creo que declarar el cebiche patrimonio de la humanidad tiene más de usufructo comercial que de auténtico reconocimiento a la valía cultural.

Pero hay alegrías que destierran los sinsabores, hasta de reticentes como yo. Me explico. Hace un mes, después de muchísimo tiempo, mi familia pudo reunirse en pleno para las fiestas de fin de año. Veinticinco navidades tuvieron que pasar para que coincidiéramos todos, separados por los destinos de la vida y dispersos por el mundo –Japón, Colombia, el Perú–, pero por fin unidos en abrazos que quisiéramos que fueran eternos.

¿Qué tiene que ver esto con la gastronomía? Pues que durante estas maravillosas semanas de reencuentro, fueron nuestras comidas las que mejor nos permitieron conversar a fondo, reírnos en la sobremesa –esa palabra que solo existe en el español, pues no tiene traducción–, recordar a los ausentes, sanar las rencillas, constatar el paso del tiempo en nuestros propios rostros. Fue la principal excusa para compartir horas juntos, al punto que teníamos una suerte de broma interna: mientras desayunábamos, ya empezábamos a pensar qué almorzaríamos después; durante el almuerzo, nos preguntábamos por la cena; y a la hora de la cena, planificábamos cómo sería nuestro desayuno del día siguiente. Éramos unos impacientes del comer.

Todo como un juego, por supuesto. Porque, en verdad, poco o nada importaba el menú de cada día. Lo trascendente era el ritual, nuestro gran banquete de afectos, el cariño cocinado a fuego lento. “De lo inexacto me alimento”, escribió Blanca Varela en un poema precioso, y todos nosotros nos alimentábamos de ese amor familiar siempre misterioso e impreciso, que a veces puede sentirse forzoso, pero que también consigue superar la genética, el tiempo y las distancias. Un amor a veces difícil de explicar mediante las palabras.

Hoy sospecho de la comida peruana un poco menos. Podrá discutirse si es realmente la número uno del mundo, pero para mí ha sido la gran gestora de que estos últimos días hayan sido los más felices. Y eso la convierte en la mejor.

Cuando llegó el momento de que los visitantes partieran, el de la inevitable separación, nos volvimos a abrazar todos en el aeropuerto –ese lugar de llantos y despedidas– y les pregunté qué desayunaríamos la mañana siguiente, aunque sin saber cuándo es que exactamente llegará esa mañana. Porque en toda separación siempre pesa la incertidumbre, la amenaza de una despedida que podría ser definitiva. Y para aliviar esa melancolía es que seguiremos pensando en aquel desayuno anhelado. En él se concentra la promesa de que nos volveremos a encontrar.

Juan Carlos Fangacio Arakaki es Subeditor de Luces