Patricia del Río

La verdad ya no importa. En tiempos de redes sociales, de chismes ‘whatssaperos’ y de ‘fake news’, uno de los primeros caídos en combate ha sido el interés por saber lo que realmente pasó. Existen potentes sistemas de ‘fact-checking’ que ayudan a detectar las y, sin embargo, difícilmente les ganan a los bulos que rondan por Twitter o por WhatsApp. Si uno de los típicos integrantes de la ‘tuitósfera’ lanza el rumor de que existe un video del presidente borracho o de la señora Alva comprando votos, de poco servirá que los involucrados lo desmientan, en el imaginario de la ciudadanía ya se habrá instalado la idea de que las pruebas existen y de que los poderosos las están ocultando.

En ese mundo vivimos y con eso hemos luchado toda la pandemia. A veces pienso que más daño que el propio virus ha hecho este ambiente de desconfianza y monomanía que impide a los seres humanos dialogar con los que piensan diferente. Nunca habíamos tenido más tecnología para corroborar los hechos y, sin embargo, nunca habíamos decidido ignorarlos con tanto desparpajo.

Esta semana nuestros políticos de todas las tiendas sí que se han esforzado por acribillar la verdad por todos los flancos. ¿En serio piensa la señora Maricarmen Alva que la excusa de que las galerías del Congreso están cerradas para la prensa por remodelación es creíble? Luego de sus gritos destemplados contra el periodista de Canal N Jimmy Chinchay en la entrada del Palacio Legislativo (sonría para la foto), y de la votación escondida y vergonzante de los miembros del TC, resulta bastante obvio que los otorongos no quieren que los miren cuando pactan sus votaciones debajo de la mesa o cuando abandonan sus curules en plena presentación de los ministros a los que deberían censurar.

Otro que aterrizó como paracaidista lleno de dudosas novedades fue el empresario Zamir Villaverde. Recluido en una prisión mientras se le investiga por casos de corrupción negociados con este gobierno, el otrora amigo del presidente resucitó una de las teorías conspirativas más dañinas que nos hayamos calado los peruanos: montó un tremendo fraude con el JNE para ganar las elecciones. Si bien nunca debe descartarse de antemano una denuncia, la ausencia de pruebas, el momento en el que es lanzada la bomba y el repentino silencio del informante que ha anunciado que solo dará declaraciones a la fiscalía, dan cuenta de otro globo de ensayo con cortina de humo incluida que, de no ser comprobado, igual pasará como verdad irrefutable entre los interesados.

Pero, sin duda alguna, la medalla de oro al patetismo se la lleva la Universidad César Vallejo que pretende hacernos creer que una tesis, como la del presidente Castillo, con más de 40% de contenido tomado de otras fuentes no citadas, no constituye plagio. ¿Se dan cuenta cuánto desprecio hay que tener por la verdad para salir a decir tamaña barbaridad?

Los políticos mienten desde que el mundo es mundo y siempre han existido los que lo han hecho con desparpajo (¿alguien dijo Alejandro Toledo?). Lo preocupante es que hoy lo hacen sabiendo que los ciudadanos también abrazan con entusiasmo esta práctica. ¿De dónde salen sino grupos como La Resistencia que no necesitan pruebas para tildar a cualquier compatriota de terruco? ¿O los muchachos de la izquierda que se resisten a reconocer que la reunión de Torres con el fugado Pacheco, en un auto, amerita su censura?

Barbaridades como esas solo son posibles en una sociedad que ha hipotecado el valor de la verdad por el de tener la razón. Hemos trocado el ver para creer de Santo Tomás, por el creer para ver lo que nos da la gana. Y lo peligroso de este escenario en el que la mentira luce patilarga es que el honesto nunca triunfa, gana siempre el que mete el mejor cuento. Colorín, colorado.