La canción criolla, cuyo día se celebra este domingo, es una ocasión para recordarnos cuánto de nosotros está reflejado en ese género mestizo. Mezcla de vals vienés, copla y jota española, melodías precolombinas y ritmos afroperuanos, sus primeros compositores fundieron esa masa en géneros nuevos. El vals, el festejo, el huayno, la zamacueca revelan un mosaico de identidades de lo que somos.
La canción criolla como la conocemos se desarrolla de las cenizas de un país destruido por la Guerra del Pacífico a fines del siglo XIX. De comienzos del siglo XX vienen obras de regusto funerario como “El Guardián” del limeño Juan Peña y del poeta colombiano Julio Flores. Otras canciones, compuestas en ese tiempo, son un canto de afirmación colectiva, como “La Palizada” de Alejandro Ayarza. Su hermana Rosa Mercedes Ayarza, que realizó su primera aparición pública a los ocho años, en el Teatro Politeama, haría historia como gran promotora, recopiladora y compositora, alguien a quien nunca terminaremos de agradecer.
Aunque el día de la canción criolla, decretado por el presidente Prado en 1944, se refirió a diversos géneros incluyendo a la música andina, la fiesta se ha visto más definida por el vals. El primer esfuerzo por hacer una recopilación general del vals criollo se plasmó en el viaje que hicieron a Nueva York el cantante Eduardo Montes y el guitarrista César Augusto Manrique en 1911. Ambos grabaron 182 canciones de las cuales se conserva la sexta parte. De esa generación nos quedan algunas obras memorables como “El Pirata” (con letra del poema de Luis Berninsone, secretario de José Santos Chocano e integrante del grupo Colónida), y “La Cabaña” de Alejandro Sáez León, del barrio del Rímac. Muchas letras se tomaban de los almanaques caseros, que contenían recetas y poemas. Uno de ellos era el famoso Almanaque de Bristol, obra de un farmacéutico norteamericano, que se suponía tenía el don de anunciar el clima.
Tanto Felipe Pinglo como Chabuca Granda se relacionaron con poetas. El primero con la poesía modernista y la segunda con escritores como César Calvo. Lo mismo ocurrió con la gran Alicia Maguiña, lectora de Arguedas. La deuda de la canción criolla con la poesía se extiende a valses como “Aurora” (que cantó Carlos Gardel), obra del poeta tacneño Federico Barreto y música de Carlos Condemarín. Este último fue gran amigo de Pinglo, y también compuso “Hermelinda”, inspirado en el poema del poeta español Enrique Príncipe y Satorres, “Acuérdate de mí”.
“Áspides de rosas nacaradas” de José Félix García y Eduardo Mazzini es un maravilloso documento sobre el origen de las letras. Allí nos enteramos, entre otras muchas cosas, que el vals “Alondra” de Pedro Bocanegra se inspira claramente en las versiones de una escena del acto III de “Romeo y Julieta” de William Shakespeare.
Un lugar común afirma que el vals ha sido sobrepasado por el reguetón, que interpretan la Lima de desenfreno que vivimos. Pero me atrevo a pensar que en algún lugar siempre habrá alguien entonando un vals por un motivo personal.
Este motivo tiene que ver con la identidad del género. El vals criollo hace una apuesta a quien lo oye. Su misión es descubrir la vulnerabilidad y la ternura que se esconden detrás de la costumbre. Supone que la melancolía puede ser digna y que la modestia es elegante. Propone ritualizar la pena, celebrar el sufrimiento desde la modestia de uno de sus títulos emblemáticos: “Nube gris” del gran Eduardo Márquez Talledo. Parte del país de “metal y de melancolía” del que hablaba Federico García Lorca está reflejado allí. En ese sentido, la música acompaña nuestra resignación.
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