Patricia del Río

Contamos historias para compartir un mensaje, para difundir un conocimiento o expresar un sentimiento. Contamos historias para que otro nos escuche. Contamos y volvemos a contar para que alguien más recuerde eso que estamos contando. Somos un país que narra; una sociedad empeñada en dejar pistas para que otros entiendan nuestra vida. Mucho antes de que los españoles trajeran la escritura desde el otro lado del océano, los antiguos peruanos relataban sus vidas y sus muertes de distintas maneras. Usaban la pintura, la cerámica, las tramas de un tejido, las paredes de una cueva para decirnos algo.

El Museo Larco tiene en su colección un huaco gracias al cual se puede reconstruir cómo era la ceremonia del sacrificio que practicaban los mochicas. Se trata de una botella de cerámica en la que se representan, con dibujo fino, las torturas a las que eran sometidos los enemigos capturados, a cambio de que sus dioses les aseguraran lluvias y buenas cosechas. Las líneas de Nasca han quedado marcadas en la arena como muestra de una sociedad que buscaba trascender y enseñarle al mundo que podía dominar el agua e irrigar un desierto; los quipus, hasta ahora indescifrables, guardan en nudos y cuerdas los secretos de los incas. Ahí donde vivieron padres y madres hubo cuentos y leyendas que memorizar para transmitirlas a los hijos. Y ahí donde faltaron lápices y papeles en la época de la guerra contra el terrorismo hubo retablos, tablas de Sarhua, mates burilados o canciones que dejaron constancia del abuso, del horror, de la muerte.

Contar es un acto de liberación, pero también de generosidad. Es la invitación a que nos pongamos en los zapatos de otro, a que vivamos la congoja del vecino, a que nos conmovamos por la muerte del desconocido, a que nos enorgullezcamos de aquel a quien no hemos visto nunca. El que cuenta y es escuchado nos ofrece la posibilidad de ampliar nuestros horizontes. Por eso es tan dolorosa la indiferencia del que se tapa los oídos porque la historia que le van a contar no le conviene. Por eso es lacerante la tergiversación de quien toma la historia ajena para deformarla hasta convertirla en una anécdota ridícula; porque esa vileza falta a un pacto ancestral de intercambio que ha asegurado nuestra permanencia en esta Tierra.

El jueves salieron a miles de peruanos en todo el país porque los encargados de escucharlos se han tapado los oídos y les han arrebatado su atención. Salieron quienes creen, equivocadamente, que Castillo debe volver al poder; pero también las madres de chicos muertos, los amigos de los jóvenes baleados, los que no quieren vivir en un país donde el bien común parece haberse convertido en una mala palabra.

Una marea humana de cuadras de cuadras no es un fracaso, es un mensaje clarísimo para quien esté con ganas de escucharlo. Más de veinte mil almas reclamando por la injusta muerte de otras almas no es una provocación, es un acto de humanidad. El 19 de julio nos ha mostrado una historia de la que parecía no seríamos testigos nunca más: nos ha enseñado que todavía hay quienes están dispuestos a deponer sus diferencias para caminar juntos por un objetivo más grande. Así como antaño ocurrió con otras causas, esta vez vuelve a haber un grupo enorme de peruanos que van a pisar las mismas calles al lado de ese con el que discrepa, pero también concuerda.

Por eso a los que hoy disfrazan la prepotencia de democracia se les ha empezado a notar el susto. Saben que, llegada la hora, por más marchas con buses y estrados que organicen, jamás juntarán suficiente gente para imponer una mentira, para ocultar un crimen.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Patricia del Río es periodista