"La asunción que si la naturaleza nos agrede de tal o cual forma es porque nosotros antes hemos roto algo en ella simplemente no se sostiene en la historia". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"La asunción que si la naturaleza nos agrede de tal o cual forma es porque nosotros antes hemos roto algo en ella simplemente no se sostiene en la historia". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Fernando Berckemeyer

A 5 días de cuarentena, uno de los mensajes con los que más me he encontrado en redes es el que, expresado de muchas formas diferentes, señala que la experiencia del debiera hacernos abandonar dos cosas.

Por un lado, la forma tan artificial –tan mediada y potenciada por la tecnología– con que nuestra época se relaciona con la naturaleza. Si pasan cosas como este virus –dice el argumento– es por cómo alteramos la naturaleza.

Por otro lado –o más bien por el mismo-, leo que esto debería servirnos para librarnos finalmente del libre mercado y la ideología que lo defiende, además de porque fomentan la antes mencionada relación con el planeta (aparentemente hay muy poca consciencia de la historia de la empresa estatal con la tecnología), porque desempoderan al Estado, que es el único capaz de sacarnos las castañas del fuego.

Pues bien, si efectivamente existe una relación entre la y la necesidad de estos dos cambios, ella ha de pertenecer al mundo de lo que los antropólogos llaman “mágico-religioso”. Porque en el de las causalidades empíricamente demostrables, lo que uno encuentra es más bien lo contrario.

Primero está el mito de la equivalencia entre lo natural y lo bueno. La realidad es que lo natural no solo han sido siempre las epidemias, sino también, y por milenios, la absoluta indefensión del hombre frente a ellas. Desde que hay testimonio escrito de la historia humana, lo hay de epidemias y pandemias. Pandemias que arrasaban con todo lo que tuviesen por delante sin que durante siglos se pudiera hacer mucho más que sacrificios rituales y rezar. Rezar, solo cabe imaginar, con más miedo que confianza ante esa naturaleza que se llevaba por igual, como una avalancha, a niños, adultos y viejos, pobres y ricos, buenos y malos. No por gusto decía Nietzsche que la naturaleza es “la indiferencia misma erigida en poder”.

Ciertamente, parece haber sido una conducta humana muy propia de nuestro estado más primitivo y natural, como lo es el consumo de animales salvajes –y no el de animales “hechos” por el hombre por medio de su cría y selección durante generaciones–, lo que ha originado esta epidemia.

La asunción que si la naturaleza nos agrede de tal o cual forma es porque nosotros antes hemos roto algo en ella simplemente no se sostiene en la historia. Lo que evidentemente no quiere decir que nosotros no podamos causar daños –y muy serios– a la naturaleza: daños que a su vez generen en ella nuevos peligros para nosotros. Simplemente quiere decir que, para crear pandemias, la naturaleza se puede bastar solita, y que la admiración y añoranza de lo natural por lo natural son infundadas. Lo natural es que vivamos lo mismo que el hombre del Paleolítico –en promedio, una veintena de años–, que parir y nacer supongan un peligro semejante al de participar de un duelo, que los antibióticos no existan y que la herida más pequeña en un dedo tenga posibilidades serias de acabar siendo mortal.

Por otra parte, es el mundo artificial de los avances científicos y tecnológicos del siglo XXI lo que nos ha permitido encontrar, en muy poco tiempo, la secuencia genética del nuevo virus, empezar a tantear las vacunas, detectar sus formas, ratios y etapas de contagio y, en general, empoderarnos para poder hace algo (y hasta mucho, a juzgar por los lugares que, como Singapur, Taiwan o Hong Kong reaccionaron a tiempo con excelentes resultados) frente a la nada que, en “estado de naturaleza”, hubiera sido nuestra única opción.

Luego está el tema del libre mercado. Aparentemente, aquí hay un malentendido de base sobre lo que pregona el : la idea de que el Estado debe intervenir cuando los unos ponemos en riesgo la vida, integridad, libertad o propiedad de los otros no es enemiga del liberalismo: es más bien su piedra angular. Es solo construyendo sobre esta piedra, por lo pronto, que son posibles la libre empresa y los contratos que –defiende el liberalismo– enriquecen a las sociedades

Por otra parte, ha quedado clarísimo que tanto líderes políticos pro como antimercado pueden enfrentar estúpidamente una pandemia. Ahí están tanto las estrambóticas negaciones iniciales de (en la discutible medida en que este pueda ser considerado como promercado, claro ) como las de . Pero más allá de eso, permanece invariable una verdad clave: sin riqueza que permita tener buena infraestructura médica no hay posibilidades de combate eficiente contra el virus. Sin ir más lejos, el Perú sigue sin ser un país rico, pero solo en las últimas dos décadas de “neoliberalismo” los recursos con los que cuenta nuestro Estado para cumplir sus fines –incluyendo los de salud– se han multiplicado casi por cinco.

Desde luego, es posible continuar relacionando el coronavirus con “el sistema¨, como lo es, por lo demás, relacionarlo con la ira de Dios o la conjunción de los planetas. Un ejercicio que puede llevar agua para diversos molinos ideológicos, pero que hace poco para ayudar a comprender estos fenómenos y ponernos, como especie, en una situación cada vez más fuerte para derrotarlos.