Ser oposición al Gobierno de Pedro Castillo no debería ser difícil. Es torpe, incapaz, su bancarrota ética se confirma casi a diario y el 58% del país lo desaprueba (El Comercio-Ipsos). Y todo en silencio: el presidente solo le rinde cuentas a su sombrero.
A esto, además, se suman las consecuencias de esta actitud. La economía permanece resentida por la pandemia y ahora también por la irresponsabilidad de un Ejecutivo que ha hecho de la incertidumbre, cuando no de la abierta oposición a la libre iniciativa privada –cuando más se la necesita–, su marca registrada. Por todo ello, un 76% asegura que hoy no invertiría en el Perú (Ipsos) y la percepción de retroceso del país es la más alta en 30 años (El Comercio-Ipsos).
Dicho todo esto, ¿cómo es que la oposición no se está dando un festín con un Gobierno tan mediocre? ¿Cómo es que la moción de vacancia naufragó la semana pasada? El discurso necio en las redes sociales, como suele ocurrir, busca culpables por todos lados. A propósito de la no-revelación de “Cuarto poder” el domingo antepasado, por ejemplo, algunos llegaron a sugerir que el noticiero negoció con Castillo para salvarle la vida. Al mismo tiempo, con más sentido, se aludió a la responsabilidad y “traición” de las otras bancadas por haber elegido reunirse con el presidente y, desde ahí, decidido darle la espalda a la iniciativa de la congresista Patricia Chirinos.
Pero que la oposición y quienes la respaldan a ciegas se amparen en coartadas como las descritas los hace perder de vista sus propios vicios o, siendo honestos, su propia mediocridad. Según una encuesta de Datum publicada en “Perú 21″ el día en que se votó la referida moción, el 52% de la ciudadanía no estaba de acuerdo con la medida. Ello, claro, no debería ser siempre un factor determinante para tomar decisiones importantes en el Parlamento, pero es predecible que más de una bancada se deje llevar por las tendencias de la opinión pública al votar. En ese sentido, la oposición falló en su tarea más básica en la previa a la discusión de la vacancia: hacer política (en lugar de hacer berrinche).
Y esto implica muchas cosas, pero sobre todo demostrar que la posición que uno defiende es preferible a la del otro. Y para eso hubiese sido clave, primero, tener una moción bastante más sólida. Lo descubierto en el escondite de Breña, sede extraoficial del Ejecutivo cuya ilegalidad ya había sido señalada por la contraloría (y con el agravante de que todavía no se hace pública la lista de visitas), sumado al hecho de que Castillo se reunió más de una vez y en condiciones cuestionables con la representante de una empresa que contrata con el Estado, da para un caso más robusto. Una moción con esos detalles hubiese sido mejor. Ahí habría tocado que los promotores aprovechasen cada oportunidad para defenderla con inteligencia y estrategia. No a la mala y de forma atropellada.
En segundo lugar, la política es un juego de simpatías, de ganarse, si no el corazón de los ciudadanos, por lo menos el beneficio de sus dudas. La oposición cae mal. Insiste en hablarle a su base de votantes, a los que ya han convencido y siempre corearán sus invectivas, en lugar de adaptar el discurso para convencer a todos los demás. No sirve de nada la actitud absolutista de “nos apoyas en esto o eres el enemigo” cuando necesitas respaldo para una causa. No ayudan, tampoco, un Rafael López Aliaga que maneja en el carril del Metropolitano o un Hernando de Soto desvariando sobre pedir una intervención de EE.UU. en el Perú.
En fin, oponerse a Castillo debería ser una lucha por la autoridad moral, por mostrarse menos pantanoso que un Gobierno al que ya le crecen juncos y más respetuoso de las reglas de juego y los modales democráticos que un Ejecutivo que los pisotea por deporte. El problema es que, aunque esta administración ya perdió esta batalla, los adversarios no saben, o simplemente no pueden, cobrarse la victoria.
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