La plata está en todos lados. Aparece en los titulares, es pasto de rumores, mide las culpas y las buenas obras. Nos enteramos de los montos con los que fueron sobornadas las autoridades que luego son encarceladas. Pensamos en el destino de alguien como el expresidente Alejandro Toledo, que vendió su nombre por US$20 millones, según las informaciones. Pero si la culpa se mide en dólares, las buenas obras se miden en soles. Esta semana se discute si tienen sentido los bonos de instalación de los nuevos congresistas (felizmente algunos, como los miembros del Partido Morado, han renunciado a recibirlos). El tema continúa porque los seres humanos tenemos hoy en día una relación de morbo y fascinación con el dinero.
“La gente rica es distinta a nosotros”, se dice que comentó en una ocasión Scott Fitzgerald a Ernest Hemingway. Este se alzó de hombros: “Sí, pero solo porque tienen más dinero”. La historia es falsa, pero se ha popularizado porque los ricos siempre despiertan obsesiones. Algunas veces los empresarios exitosos buscan apartarse de la sociedad. En otras, usan su fortuna para buscar el poder. En esos casos, entran en política. Donald Trump prometió en su campaña hacer con Estados Unidos lo mismo que había hecho con sus empresas. Esa correlación fácil de la grandeza ha sido imitada por empresarios latinoamericanos insertos en la política, como Mauricio Macri y Sebastián Piñera. Ninguno de ellos tuvo éxito. Trump, que es posiblemente el peor presidente de Estados Unidos por su temperamento autocrático, su desprecio al medio ambiente y su espíritu bélico divisionista, tiene, sin embargo, cifras favorables que mostrar en los índices de empleo. Su reelección en noviembre sería una catástrofe pero bien podría ocurrir.
Ese es el temor –en algunos casos el terror– del Partido Demócrata. Hoy, la angustia existencial de muchos demócratas no es buscar al mejor presidente estadounidense sino al mejor contendor de Trump. La elección del candidato demócrata que ha quedado reducida a dos figuras como Joe Biden y Bernie Sanders también tiene un aderezo económico. Sanders fustiga a las grandes corporaciones y promete subir los impuestos a la clase alta. Quiere ser el campeón de las clases bajas y la clase media. Acusa a Biden de ser parte del sistema. Los noticieros estadounidenses insisten en el tema del dinero. Según informan, Michael Bloomberg batió el record en inversión electoral hasta el momento. Gastó US$500 millones solo en publicidad directa. Otro candidato, el empresario californiano Tom Steyer, gastó US$250 millones en su campaña. Qué tipos. Ahora sabemos que tiraron el dinero al altar de barro de su ego. Ya no están más en carrera. El candidato que los sigue es Sanders, que ha gastado US$50 millones. Por ahora, Biden está mucho más rezagado en cuanto a presupuesto. Y está al frente.
No tiene sentido preguntarse qué podría hacer cualquier programa de ayuda social con el dinero que los empresarios políticos malgastan en campañas sin esperanzas. ¿Podemos conjeturar cuántos colegios, carreteras, hospitales, podrían hacerse con los US$500 millones de Bloomberg y los US$250 millones de Steyer? Solo nos queda pensar en la obscenidad del dinero en unas sociedades marcadamente desiguales. Por eso, “El avaro” de Moliére y “Poderoso caballero es don Dinero” de Quevedo son obras modernas. El poeta Dana Goias escribió en su poema “Dinero”: “Mira cómo abre huecos en todos los bolsillos”. El dinero es una obsesión moderna para los que lo tienen en exceso (el 1% de la población mundial) y para los que lo necesitan (gran parte del resto). Esa es la historia contable de nuestros tiempos.