Que vivimos en una sociedad extremadamente polarizada es, a estas alturas, una verdad de Perogrullo. ¿Qué divide a nuestra sociedad? Esta es, tal vez, la pregunta más importante por responder si deseamos que nuestro país avance por una senda estable de desarrollo durante los próximos años y no caiga en otra crisis política. Discernir las razones detrás de nuestra polarización es fundamental, tanto para entender las diferentes visiones de país y desarrollo que tenemos como para enmarcar mejor nuestras reglas de convivencia.
La democracia, por cierto, no se trata solo del poder que emana de las decisiones adoptadas por la mayoría, sino –y tal vez sobre todo– de la cultura de aceptar y convivir con dichos resultados. Toda democracia se nutre, además, al discernir, criticar e incluso impugnar las decisiones de sus autoridades, pero en el marco de la práctica civilizada, usando los fueros correspondientes y los procedimientos establecidos, y aceptando los fallos (aun cuando estos nos disgusten o nos parezcan inconvenientes).
Regresando al tema central, Anthony Downs, en “Una teoría económica de la democracia”, sostiene que podemos entender la fortaleza (o la debilidad) del sistema a partir de dos patrones sobre los que se constituyen ideológicamente las sociedades abiertas: una U invertida, en la que la distribución ideológica de izquierda a derecha acentúa el centro (y, por lo tanto, la sociedad es más tolerante), y una U tradicional, en la que los extremos aglutinan el debate y los espectadores se mantienen al centro.
Después de cada crisis vivida en este quinquenio, la forma de la U tradicional es cada vez más notoria en nuestro país. En cada debate, la ciudadanía parece dividirse como por un acto reflejo. La prioridad es establecer la línea divisoria y, desde ahí, atacar, insultar, defender, bloquear y negar. Verbos con los que entablar un debate es casi imposible. En dicha lógica, gana el que grita, insulta y atropella más.
Determinar las razones detrás de nuestra polarización es un trabajo pendiente. Ello no impide, sin embargo, identificar los costos que, como sociedad, nos infligimos al mantener el statu quo. Para empezar, en cada conflicto debilitamos el sistema democrático.
Luego están los costos sociales: la polarización extrema desincentiva la acción de los técnicos y burócratas calificados. De igual manera, crea altos costos de acción para todos aquellos que se deben al sistema y a la ciudadanía, y no a los resultados políticos de la contienda (jueces, académicos, medios, entre otros).
Pero, sobre todo, la polarización favorece al discurso populista, aquel que se nutre de la división y de la sensación de crisis.
Por todo ello, resulta urgente e imperativo cambiar la dinámica del debate local. Nuestro futuro no se construirá destruyendo al rival, menos aun al sistema democrático.
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