Es ya un lugar común señalar que una parte del Congreso responde a intereses de economías informales o ilegales. Otros grandes grupos organizados, como los docentes de escuelas públicas o los trabajadores CAS, también saben ejercer presión para inclinar el sentido de los votos al final del día. Incluso coaliciones más pequeñas y poco presuntuosas, como las peluquerías, pueden hacerse de grandes victorias. A estas alturas, el Congreso se ha convertido en la principal fuente de inestabilidad y debilitamiento institucional del país.
Y, si bien lo más cómodo es seguir pegándole a una institución que ya tiene una aprobación ciudadana de un solo dígito, hay conceptos que se han ido tejiendo a lo largo de estos ataques que, más que aclarar el panorama, contribuyen a enturbiarlo. Quizás el más pernicioso es la idea de una “dictadura congresal” o expresiones de similar tenor que sugieren un monolito político que atraviesa curules. El término no solo es un exceso verbal, sino que resulta forzado endilgárselo a un grupo de 13 bancadas de 120 personas diferentes y 10 congresistas no agrupados. Es un facilismo que también contribuye a un sentimiento de superioridad moral en algunos (“estamos mal porque ellos, los malos, gobiernan; si tan solo gobernara nuestro equipo, todo estaría mejor”).
Lo que en realidad habría que preguntarse, más bien, es por qué proyectos que parecen beneficiar solo a una minoría (a veces una ilegal) logran votaciones apabullantes entre congresistas dispares. La respuesta puede ser relativamente simple: porque son ellos los que hacen política. Como bien sugería Carlos Meléndez el domingo en estas páginas, la insistencia de las “élites intelectuales” por estigmatizar al Congreso hace que pasen por alto que estos grupos organizados –informales, periféricos, chicha– muchas veces usan los canales regulares y legítimos de presión política para obtener un proyecto de ley o el apoyo de sus representantes parlamentarios. Hacen foros, cabildean, financian pequeñas campañas, hasta registran en los libros de visitas sus citas con congresistas (la mejor evidencia son las más de 60 reuniones del actual presidente del Congreso con mineros informales). Así, vencen a la institucionalidad formal y tradicional en su propia cancha. Lo fácil es simplificar el problema aludiendo a que, seguro, todos están pagados por las mafias ilegales; lo importante es intentar entender cómo congresistas que en el fondo solo responden a intereses personales diversos se alinean en votaciones que favorecen a minorías.
El “yo voto por tu proyecto y luego tú por el mío” sin duda es parte de la ecuación. Pero lo que es crucial aquí es que las grandes mayorías, con intereses horizontales, no tienen la misma capacidad de presión en el hemiciclo. No pueden defenderse. Los partidos, que deberían representarlas, realmente no existen como maquinaria de trasvase entre preferencias ciudadanas grandes y expresión de poder político. Los que, por ejemplo, preferimos que el medio ambiente no se deprede por intereses de mineros ilegales somos la gran mayoría de peruanos, pero no invertimos tiempo ni dinero en ese cabildeo (los mineros sí). Los usuarios de transporte que sufrimos las calles de Lima y sus combis y colectivos tampoco nos vamos a organizar (los transportistas sí). Repítase la historia con docentes, CAS, médicos, jubilados, policías, etc. En cierto sentido, la política en verdad no es de las mayorías; es de quien hace el trabajo político.
El Congreso no debería entenderse como una colección de agendas particulares, pero sigue siendo cierto que ni siquiera los intereses formales se han interesado en penetrar con éxito. ¿Dónde están los congresistas de los mineros formales? ¿De los agroexportadores? ¿De los trabajadores, empresarios e independientes formales? Estos son al menos seis millones de personas; si se suman sus dependientes con edad de votar (hijos mayores que estudian, cónyuge que no trabaja por dinero, adultos mayores dependientes, etc.), llegan al menos a 10 millones. Eso es el 40% del padrón electoral, ¿y no tienen representantes activos? Los congresistas, por más que fastidie a algunos recordarlo, no aparecieron ahí por generación espontánea. Son un poder legítimo que viene de elecciones libres. Pero si nadie quiere hacer política en serio más que los actores actuales, luego no nos quejemos.