"La madrugada del domingo miles de jóvenes llegaron a sus hogares con las caras rojas de tragar tanto gas, las ropas sucias, las suelas gastadas". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"La madrugada del domingo miles de jóvenes llegaron a sus hogares con las caras rojas de tragar tanto gas, las ropas sucias, las suelas gastadas". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Patricia del Río

Sábado 14 de noviembre del 2020. Mi hijo cumplía trece años. En el parque peloteaba con unos amigos con mascarilla puesta. Tiempos de pandemia. Las cosas no estaban para grandes celebraciones. Afuera, en las calles, miles de chicos de todas las ciudades del país se iban encontrando en plazas, avenidas, esquinas, vías principales, calles aledañas. Banderas, pañuelos para esconderse de los gases lacrimógenos, pancartas y los jeans con hueco y las gastadas eran el uniforme con el que enfrentaban a una policía cubierta por escudos, cascos, garrotes. Estaban dispuestos a enfrentar una guerra desigual que se desataría por la disputa del espacio público. Ese que existe para que los ciudadanos lo ocupen, lo usen para caminar, para disfrutar, y sí también para protestar.

Desde hacía días marchas espontáneas, convocadas a través de Instagram, Facebook o Tik Tok se habían desplegado en distintos puntos del país. En Lima, como es natural debido a su densidad demográfica, estas eran más grandes, más aparatosas. El recién estrenado del usurpador miraba con desconfianza esta fuerza juvenil, sin rostros protagónicos, sin líderes identificables que se movía como una marea exigiendo que se largaran quienes se habían sentado en Palacio de Gobierno sin haber recibido la legitimidad del pueblo.

Merino no es mi presidente”, “Fuera ratas”, “Soy vegana pero a ese animal no lo defiendo”, “El futuro del país somos nosotros”, “Hoy es un buen día para cambiarlo todo” eran solo algunos de los eslóganes con los que los protagonistas de esta historia definían el espíritu de su marcha: nadie estaba levantando la voz por el mediocre de Martín Vizcarra. Ningún letrero lo reclamaba. El grito de guerra era para evitar que intereses mezquinos tomaran el control del país. El alarido reclamaba algo que los ciudadanos cada cierto tiempo recuerdan que les pertenece: el ejercicio del poder. La capacidad de decidir sobre su propio futuro.

Por supuesto los negacionistas de siempre (¿debo decir idiotas?) gritaron que todo había sido armado por no sé qué izquierda maliciosa y que los caviares con su poder omnipresente habían manipulado a miles de jóvenes en todo el país para que fueran violentos. La realidad está ahí para desenmascarar la miopía de los que habitan en su propio ombligo. Colectivos feministas, animalistas, skaters, barristas y grupos variopintos simplemente se autoconvocaron a través de las redes para enfrentarse a una represión abusiva con las dos herramientas más temidas de los poderes de turno en todo el mundo: el coraje de una causa común y un celular para registrarlo todo. Como señala el comunicador Eduardo Villanueva en su libro “Rápido, violento y muy cercano”, esta fue una respuesta social, no política que duró lo necesario para alcanzar su objetivo, la caída de Merino, y que después, por su propia naturaleza espontánea no pudo ser capitalizada por ninguna fuerza política.

Inti Sotelo y Bryan Pintado perdieron la vida ese sábado 14 de noviembre. Canicas y perdigones agujerearon sus cuerpos hasta matarlos. Salieron a marchar y nunca regresaron a casa debido a una represión policial desproporcionada encargada por los usurpadores de turno. Los ministros del Gabinete Flores-Aráoz renunciaron, Manuel Merino se fue con el rabo entre las patas y la justicia hoy investiga a los responsables de tanta brutalidad.

La madrugada del domingo miles de jóvenes llegaron a sus hogares con las caras rojas de tragar tanto gas, las ropas sucias, las suelas gastadas. Regresaron agotados, pero convencidos de que a las tiranías se les vence en las calles. Ese día mi hijo cumplió trece años. Yo me la pasé transmitiendo por la radio los gritos de los jóvenes, los llantos de sus padres, durante toda la noche. Cuando volví a casa, el cumpleaños había terminado. Él había crecido. Había aprendido que la democracia se defiende y ya sabe que cuando le toque se amarrará las zapatillas para salir a la calle. Es solo cuestión de tiempo.

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