En los engranajes de desarrollo del mundo se mueve dinámicamente una rueda que es fundamental y que, sin embargo, países como el Perú se dan el lujo de perderla todo el tiempo, creyendo que pueden vivir sin ella.
Es la rueda de la eficiencia gubernamental, que de paso es la rueda de la eficiencia del Estado, sin la cual no habrá forma, por ejemplo, de que el presidente Martín Vizcarra pueda entregarle al país, el 28 de julio del 2021, un sistema universal de salud de excelente calidad y de excelente acceso público.
El camino a ese objetivo no pasa por un Pacto Perú, que sin duda podría servir para consensuar horizontes de mediano y largo plazo, ni por asignaciones presupuestales sectoriales dobles o triples a manos de quienes no saben cómo gastarlas, ni por la voluntad política presidencial, elevada a la quinta potencia, de forzar a Essalud y al SIS a una fusión acelerada y absurda.
El Pacto Perú no va a dar más luces al ministro de Educación en la compra efectiva, ahora sí, de un millón de tabletas para la educación a distancia de niños pobres de las zonas rurales; ni va a cambiar la visión de la ministra de Inclusión Social obligada a administrar padrones de clientelismo político en lugar de padrones de peruanos realmente vulnerables; ni va a revertir la incapacidad del Estado en la construcción de obras públicas, ahora derivadas a la modalidad de contratos de gobierno a gobierno.
No hace mucho, un lúcido ensayo del politólogo Alberto Vergara sonó como un garrotazo sobre las cabezas de políticos y empresarios que creen que podemos tener mejores servicios públicos como salud, educación y seguridad, gracias a las varas mágicas del crecimiento económico y el desembolso presupuestal abundante y sostenido. La severa crítica de Vergara se centra, precisamente, en la ineficacia gubernamental y estatal, en el marcado abandono de la visión de desarrollo, en la miopía de la derecha de verlo todo a través del cristal del modelo económico y en la manía de la izquierda tradicional de reducir su diagnóstico a un neoliberalismo ni siquiera bien entendido por ella misma.
¿Cómo habría que hacerles comprender al presidente Martín Vizcarra, al primer ministro Pedro Cateriano y a los responsables de sectores ministeriales claves que sin la rueda de la eficiencia gubernamental y estatal vamos a seguir malgastando discursos y promesas en objetivos que no se van a cumplir?
El reciente y contundente informe de la Contraloría de la República sobre sus acciones, registros y resultados de 100 días del COVID-19, confirma, entre otras cosas, no solo cómo la corrupción está profundamente extendida en la trama burocrática y los procesos de la administración pública sino cómo incide en esa corrupción gubernamental y estatal el déficit de una gestión gerencial de calidad.
El proyecto Servir, destinado a instalar en la administración pública un régimen de gestión moderno y meritocrático, ha terminado hecho un híbrido inservible. Hay, además, tantos regímenes laborales cruzados en el Estado, incluidas las regiones, que homogenizarlos requiere de una autoridad gubernamental con férrea decisión y energía para asumir esta tarea casi imposible.
Vizcarra debería, más bien, comprometerse a dejarnos, al costo que sea, un buen rediseño de lo que sería, a partir del bicentanario, una administración pública eficiente, meritocrática, honesta y capaz de generar el vínculo perdido entre la sociedad y el Estado.
Si la monstruosidad del COVID-19 ha demostrado al mundo entero que las mayores flaquezas de los sistemas sanitarios y económicos para enfrentarlo residen en las gestiones gubernamentales y estatales, ¿por qué no tomar en serio esta gran lección para pensar que no debemos volver más a tropezar con la misma piedra de una administración pública incompetente?
Señor presidente, ahí tiene a la vista la perdida rueda del Estado. Busque cómo aplicarla e insertarla en cada proyecto y acción de su Gobierno de aquí al 2021. Le daría un importante giro a la historia.