Transcurridos ya ocho meses desde el inicio de la administración del presidente Pedro Castillo, queda claro que el Gobierno no pone ni pondrá mayor interés en una agenda que promueva el crecimiento del país. Esa es una verdad que muchos –probablemente la mayoría– intuían desde el inicio, pero que ha sido confirmada con el pasar del tiempo. Los costos en términos de inversión y empleo perdidos –o nunca generados– serán considerables. Desde el Instituto Peruano de Economía (IPE) estimamos que el país estaría perdiendo hasta dos puntos de crecimientos del PBI a consecuencia de la incertidumbre política.
Pero los problemas de gestión pública, en realidad, podrían trascender por largo los estimados macroeconómicos. El Gobierno, obviamente, hace mucho más que solo promover la generación de empleo e inversión. Además de esto último, lo que debería llamar a preocupación es el posible deterioro acelerado de los servicios públicos y, en general, de las funciones del Estado.
A veces no es tan evidente lo importante que es un funcionamiento adecuado del aparato público para que el ciudadano promedio pueda llevar una vida normal. El Estado tiene a cargo la provisión directa de algunos servicios públicos, como la salud o la educación de buena parte de la población; aquí la atención en quién es el ministro responsable es más constante. Pero hay otras funciones elementales que pasan desapercibidas en el día a día, o sucede así solo hasta que empiezan a fallar.
En hechos propios de países en crisis profundas, el Estado, por ejemplo, viene siendo incapaz de ponerse al día en la entrega de documentos de identidad indispensables –como los pasaportes, los DNI y los brevetes–. Más de un ministerio y organización pública dependiente del Ejecutivo sufre graves crisis de fuga de talentos nunca antes vistas. Estos son funcionarios especializados que han dedicado la mayor parte de su vida al servicio civil, con honestidad y diligencia, y que ya no pueden continuar. La pérdida en conocimientos y capital humano para el sector público es irreparable. En su reemplazo, más aún, se hallan nombramientos con poca o ninguna experiencia en el sector. El maltrato a Servir –que con todas sus deficiencias es una organización que vale la pena defender y fortalecer– es solo una evidencia más del poco valor que esta administración le otorga al servicio civil preparado.
Incluso dejando de lado la posibilidad –sumamente real– de mafias enquistadas en diversos puntos del aparato público y asumiendo buena fe en las nuevas contrataciones del Ejecutivo, lo cierto es que el Estado necesita personas con conocimientos básicos para funcionar. En el extremo hipotético de incompetencia, de seguir en la misma ruta, ¿qué impediría, por ejemplo, que los alumnos dejen de recibir materiales escolares, que las compras de medicinas para hospitales públicos y de vacunas se paralicen, que los sistemas informáticos de la policía se caigan, o que los concesionarios de servicios básicos e infraestructura nacional se retiren por incumplimientos de parte del Estado?
Las consecuencias son tan claras como alarmantes. Aunque no queramos verlo, un Estado inoperativo, de siesta, tiene el poder de poner en coma al país entero. Este puede no ser el escenario más probable, pero basta que –en las actuales circunstancias– sea posible para que valga la pena interiorizar su enorme gravedad. Al final del día, las instituciones son gente. Podemos revestirlas de normas, procedimientos, requisitos y demás, simular que están automatizadas y que no importa el humano a cargo, pero a fin de cuentas –en un país como el Perú– solo nos estaríamos engañando. Y lo único tan grave como tener a un sector privado paralizado es tener a un sector público en la misma condición.