Gonzalo Zegarra

“En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo” relata Jorge Luis Borges en “El Testigo”. La imagen del último ser humano testigo de un tiempo trascendental siempre me fascinó, pues con su muerte la experiencia se torna leyenda a través del relato. O se pierde para siempre, si calla. Imagino al último neandertal cavilando, acaso prelingüísticamente, sobre la proximidad de su propia muerte, sin saber que en su caso implicaba también una extinción. Deambula hoy por la selva amazónica “el hombre más solitario del mundo”, último sobreviviente de una tribu de no contactados, quien según la Fundación Nacional del Indio, agencia gubernamental brasileña, tiene algo más de 50 años y se quedó solo hace por lo menos 25.

El ser humano llega al mundo en absoluta comunión con su madre, a la que está fisiológicamente unido, y por eso el parto –que nos separa de ella– es el primero de todos los traumas. Morimos, en cambio, inevitablemente solos: nadie puede transitar con nosotros la última exhalación. Tal vez por eso la idea de la muerte como regreso a la totalidad del cosmos.

Pero a lo largo de la vida también hay momentos de lacerante. El tomador de decisiones –más trágicas cuanto más gravitantes– es siempre un incomprendido. El descubridor y el innovador, que se atreven a la exploración de lo incierto, experimentan en solitario. El viaje del héroe, meta-mito o estructura universal de la narración cosmogónica, describe así las grandes transiciones sociales: un individuo se aleja o es expulsado de su comunidad protectiva para adentrarse en nuevas tierras, aguas o experiencias, donde enfrenta adversidades que lo llevan al borde de la muerte, para regresar triunfante y reivindicado; y funda una nueva era.

En su libro “The improbable primate” el paleontólogo británico (gibraltareño) Clive Finlayson imagina al primero de nuestros ancestros que bajó de los árboles, obligado por las sequías y siempre en busca de agua, aventurándose –erguido– lejos del bosque hacia las sabanas del África para, desde ahí, a lo largo de miles de años y generaciones, explorar y conquistar el mundo. Llamo a ese cambio evolutivo la “maldición bípeda”, relacionándolo con el relato bíblico de la expulsión del paraíso terrenal. El Génesis, relato de origen occidental por excelencia, afirma que Eva fue condenada a “parir con dolor”, y Adán a “ganarse el pan con el sudor de su frente”. La causa de ambas cosas, el parto híper doloroso y el trabajo físico-manual, es nuestra bipedalidad, que implicó un estrechamiento de las caderas que dificulta el alumbramiento. Pero a su vez liberó a las extremidades delanteras de la funcionalidad de caminar, y permitió desarrollar la oponibilidad de los dedos con la que manipulamos los objetos; y eso hizo crecer nuestro cerebro.

Solo y solitario, el homo erguido habrá vacilado y temido al enfrentar el cielo abierto del paisaje no boscoso, intuyendo sus peligros. Pero la valentía no es la ausencia de miedo, sino vencerlo y continuar. Stefan Zweig imagina a Vasco Nuñez de Balboa ante la inmensidad del Pacífico a la vez abrumado y triunfante. La película “First Man” nos muestra a Neil Armstrong solitario y conmovido, dejando caer sobre la superficie lunar la preciada cadenita de su hija muerta. El químico suizo Albert Hofmann habrá sufrido también la soledad de lo nuevo –pero potenciadísimo– cuando experimentó por primera vez alucinaciones psicodélicas inducidas por LSD. Y así todo descubridor o inventor, en fin, de lo hasta entonces incógnito e inexplorado.

“El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre”, relata Gabriel García Marquez en un pasaje de “Cien años de Soledad”. La idea de un mundo nuevo, de un mundo joven, es consustancial a la innovación, la transformación y el cambio. Para las primeras exploraciones se necesitan aventureros, exploradores, héroes o viajeros impetuosos dispuestos a enfrentar lo desconocido en solitario. Pero las grandes transformaciones subsecuentes, que siempre tienen implicaciones e impactos colectivos –sociales–, exigen que nos unamos todos, o la mayoría, y emprendamos la acción común. Los precursores de cualquier cosa no cambian el mundo ellos solos, sino convenciendo a los demás. El costo de no hacerlo puede terminar siendo esa otra soledad, la de los últimos hombres.


Gonzalo Zegarra es consejero de estrategia