Uno de los principios más elementales de la economía moderna es la especialización o división del trabajo. El concepto es simple: una persona o una empresa que se dedica a hacer una sola cosa será mucho mejor en esa actividad que otra persona o empresa que divide su atención en varias tareas. Si, por ejemplo, cinco personas quieren producir y vender zapatos, ¿sería mejor que una se dedique al diseño, otra al corte de material, la tercera al cosido y pegado, la siguiente a la suela, y la última a la venta del producto final, o, más bien, que cada una de las cinco personas haga y venda cada zapato por su cuenta?
La respuesta es obvia y está en la base del debate actual sobre la limitación de la tercerización laboral que empujó el Gobierno a través de un decreto supremo en febrero pasado. Si hay una empresa especializada que puede efectuar cualquier parte del proceso productivo mejor que otra, la experta debería hacerlo. Las empresas, los trabajadores, los consumidores y la sociedad en general se benefician con la división del trabajo. El argumento es puro sentido común y debería ser obvio que atentar contra la especialización profesional, como pretende la norma del Ejecutivo, es un sinsentido.
En este debate, no obstante, hay un punto que se ha discutido mucho menos y que vale la pena resaltar. Quienes insisten en restringir la tercerización alegan que las empresas usan esta fórmula para evitar repartir utilidades entre los trabajadores, para reducir los onerosos sobrecostos laborales de la planilla, y para aprovechar la flexibilidad de contratación y despido que existe en relaciones con proveedores y que no existe en relaciones laborales. Desde el otro lado se argumenta, con razón, que la experiencia demuestra que este tipo de restricciones a la actividad empresarial solo trae más subempleo y pérdidas de productividad.
Lo que se obvia de la discusión es que todos los argumentos para restringir la tercerización –aún si son inválidos en la gran mayoría de empresas– son solo posibles gracias a un sistema laboral que ya está distorsionado. La repartición de utilidades, los sobrecostos de planilla del régimen general y la rigidez en el despido exceden lo que debería ser la naturaleza de la relación laboral: una en la que el empleado y el empleador intercambian libremente el trabajo y el salario en beneficio mutuo. En otras palabras, sin estas distorsiones de entrada, de plano, no habría casi nada qué discutir respecto de la tercerización.
Paradójicamente, en la propia visión de los más controlistas, el debate sobre la tercerización laboral es, en realidad, uno en el que se pide aplicar una nueva distorsión para ‘corregir’ incentivos de distorsiones anteriores que, en más de un caso, ellos mismos han empujado. Pero estas distorsiones de base, como la imposibilidad práctica de despedir trabajadores en planilla, las aceptamos pasivamente, de uno y otro lado, como parte inmutable del sistema económico nacional.
Así, el debate sobre la tercerización llama a tres discusiones paralelas: una operativa –o de eficiencia–, una principista y una que invita a reflexionar sobre todo el mercado laboral. La visión de eficiencia descansa, como se decía, en el obvio principio de la especialización. La principista apunta a que –independientemente del resultado operativo– las empresas y las personas deben ser libres de estructurar sus procesos productivos como más les convenga, y contratar para ello a quien necesiten en condiciones adecuadas para ambas partes. Finalmente, aunque haya pasado desapercibido, el debate debería también invitar a pensar sobre las distorsiones laborales que hacen posible los ataques en contra de la tercerización. Por su propia naturaleza, la sobrerregulación siempre procrea más regulación; este caso no es la excepción.