Diego Macera

Hay una caricatura que se hace normalmente del economista liberal: “es uno que no quiere que haya ”, se dice desde la otra orilla. O que quiere un Estado debilitado, amputado. Pero la verdad es que es todo lo contrario. Cada vez, a lo largo del mundo, es más claro que sin un Estado fuerte que garantice la provisión de servicios básicos de calidad, que otorgue predictibilidad y reglas claras, que promueva la competencia, entre otras funciones, no hay desarrollo posible.

Por eso, es difícil pensar en el desarrollo sostenido del sin una mejora del servicio civil. Y, por eso, uno de los legados más problemáticos de la actual administración será la erosión en capital humano que han sufrido determinados ministerios y otras instancias públicas. Buena parte del personal que salió, algunos con décadas de experiencia, ya no volverá. Esa es una pérdida irreparable y que no necesariamente se resolverá con un cambio de gobierno.

Sin embargo, así como el colapso de las finanzas públicas de Petro-Perú fue gatillado por la actual administración, pero no se gestó de la noche a la mañana, el deterioro de la capacidad del Estado tampoco empezó el año pasado. Los problemas aquí son muchos –entre los que destacan la corrupción y la falta de meritocracia–, pero el que quizá se debate menos es el dilema de los probos y competentes. De un tiempo a esta parte, en muchos de los buenos funcionarios –diligentes y con ganas de hacer bien las cosas– se ha instalado una cultura del miedo a la sanción que paraliza las decisiones.

No es para menos. Son ampliamente conocidos los casos de excelentes profesionales que están o estuvieron en la administración pública y que arrastran procesos judiciales eternos por causas en ocasiones forzadas y en ocasiones absurdas. Los ejemplos abundan. Si bien normalmente se logra probar su inocencia, los años de abogados, restricciones, papeleo y ansiedad no se los devuelve nadie. Para muchos, los costos profesionales y personales son incalculables.

¿Qué mensaje le llega entonces al resto de buenos funcionarios? Que, si quieres vivir tranquilo, es mejor no hacer nada. No firmar esa adenda. No autorizar esa compra. No transferir ese terreno. El precio, por supuesto, es que la obra nunca se hace, el agua nunca llega y el hospital nunca se construye. Los funcionarios, después de todo, son personas como cualquiera, y reaccionan a los incentivos de premio y castigo. No obstante, eso quita que sea justo preguntarse: si no van a hacer su trabajo, ¿entonces para qué están ahí?

En lo que se termina es en un triángulo imposible de la gestión pública. En un vértice, se tiene a los funcionarios corruptos o incompetentes que activamente hacen daño al Estado y a los ciudadanos con su labor. Algunos de estos son separados de la administración pública, otros no. En el segundo vértice, aparecen los funcionarios activos, honestos y diligentes, muchos de los cuales se mueven lento y con temor de posibles sanciones draconianas si buscan hacer bien su trabajo. Y en el tercero, uno invisible, están aquellas personas con ganas y capacidad de colaborar eventualmente en el sector público, pero desmotivadas por el riesgo procesal que puede suponer. En el sector privado, una pequeña equivocación honesta puede costar el siguiente ascenso profesional; en el sector público, puede costar años de juicio.

En medio de una estrategia decidida y necesaria de combate a la corrupción, calibrar estos posibles excesos no siempre es fácil. Pero el costo de no hacerlo es mantener a un Estado paralizado por el miedo a sí mismo.

Diego Macera es gerente general del Instituto Peruano de Economía (IPE)