Gonzalo Zegarra

“Toda verdad pasa por tres etapas. Primero es ridiculizada. Después es violentamente combatida, y finalmente es aceptada como evidente en sí misma”, sentenció el filósofo Arthur Schopenhauer. Zamir Villaverde y Karelim López vienen aportando indicios y pruebas harto contundentes de la ya evidente corrupción de este . Pero el primero, además, amaga con probar también el alegado fraude del 2021, lo que despierta en el ala más opositora la expectativa –¿o fantasía?– de poder terminar diciendo “teníamos razón”, como Martha Mitchell, esposa del ex fiscal general del gobierno de Richard Nixon, John Mitchell, que fue la primera en afirmar que el presidente era culpable de ‘Watergate’, y fue tratada como una loca. En psicología, el “síndrome de Martha Mitchell” consiste, pues, en ser una suerte de incomprendido visionario que anticipó una improbable verdad.

Vana aspiración ser la versión peruana de Martha Mitchell. Si se llegara a demostrar el , habrá que transitar el camino de restitución de la legitimidad que corresponda en ese caso. Pero mientras tanto, la estructura no solo cognoscible, sino de hecho conocida de nuestra realidad política se mantiene, y hay que prestarle atención y solución. No se necesita, pues, probar un fraude para tomar acción.

Pero el Congreso de la República –principal llamado a encontrar la salida constitucional a esta crisis– omite hacer uso de prerrogativas como la vacancia, la acusación constitucional y las modificaciones constitucionales para la terminación anticipada el mandato presidencial. No son, en el fondo, facultades del todo discrecionales: deben obedecer a los imperativos del bien común y el interés público, y estos exigen hoy terminar con el horror sin fin que supone este régimen. En lugar de generarse consensos para que la clase política se haga cargo de sus responsabilidades político-constitucionales, amplios sectores que ya coinciden en su oposición al gobierno de Pedro Castillo han entrado en fase de guerra cultural respecto de cuestiones como las rondas campesinas, la integridad de la prensa, el racismo, el clasismo, la discriminación y un largo etcétera de problemas sociales absolutamente reales –no seré yo quien incurra en negacionismos al respecto–, pero que poco tienen que ver con la urgencia de salvar la democracia y los fundamentos de la moderna gestión pública de las fauces de un gobierno que combina, como pocos, incompetencia (e ineficacia), corrupción y vocación autoritaria. Que los exponentes de los diversos matices de la convicción democrática –desde progresistas a conservadores– vivan ocupados en esas distracciones resulta, por cierto, harto funcional a la continuidad de este nefasto régimen.

Prevalecen, pues, la descalificación del adversario ideológico y la señalización de la virtud propia (‘virtue signaling’). El “síndrome doña Florinda” (14/8/21) –no te juntes con esta chusma– se manifiesta en que, aunque la mayoría quiere que termine este régimen, tal iniciativa no se cristaliza porque “caviares” no quieren juntarse con “fraudistas”, y viceversa. Ambos se empeñan, por el contrario, en demostrar no solo que tienen, sino que siempre tuvieron la razón. Así, la ucronía indemostrable (y totalmente inconducente) de “Keiko hubiera sido peor” aún sirve de consuelo para algunos. Y para otros, el infantil y pasivo-agresivo disfrute de afirmar “te lo dije, cojudigno” parece ser más importante que la necesidad de tomar acciones concretas y conjuntas, incluso entre partes discrepantes, para ponerle final a esta insoportable crisis.

No niego, obviamente, que serán necesarias reflexiones y deliberaciones ulteriores y profundas para entender los errores de nuestras recientes opciones colectivas. Pero ellas deberán estar encaminadas a construir aprendizajes, no a encontrar culpables ni a intentar expiarlos. Será indispensable que a ambos lados se termine de entender que el fin –el antifujimorismo y el antiizquierdismo– no pueden justificar los medios. No se salva la democracia con un gobierno que encarna todas las perversiones de la democracia, y que constituye un riesgo de terminación de la democracia. Pretender tal cosa es tan contradictorio como combatir terrorismo con terrorismo de Estado. Lo malo es el terrorismo, no de qué lado viene. Como decía Nietzsche: quien combate monstruos debería preocuparse de no convertirse en un monstruo en el proceso. Antes que evitar que gane el otro, por malo, deberíamos enfocarnos en construir liderazgos y propuestas que puedan ganar, por buenos.

Gonzalo Zegarra es consejero de estrategia