Continuando con el tema de la semana pasada, mucho se comenta entre economistas y académicos de otras especialidades el fenómeno de la “urbanización” de la pobreza. Según el recientemente publicado informe del Banco Mundial, el 68% de los pobres vivía en áreas urbanas en el 2021. Esta cifra, en sí misma, no debería llamar la atención. Si el 79% de los peruanos vive en áreas urbanas, de acuerdo con el último censo, ¿qué tiene de extraño que casi el 70% de los pobres viva también en áreas urbanas? La distribución de la pobreza entre áreas urbanas y rurales es más o menos igual que la distribución de la población.
Pero el punto no es ese. El punto es que la pobreza, al parecer, se está concentrando en áreas urbanas. Tan solo dos años antes, en el 2019, los pobres urbanos eran el 57% del total; y si retrocedemos al 2009, eran el 47% del total. La pandemia aumentó la concentración de la pobreza en ciudades de todo tamaño en 11 puntos porcentuales, pero inclusive antes de la pandemia la concentración ya había aumentado otros 10. Son 21 puntos porcentuales en 12 años.
¿Debería preocuparnos esta urbanización de la pobreza? En parte sí y en parte no. Ha habido un aumento súbito de la pobreza urbana, más pronunciado que el de la pobreza rural, que es un fenómeno reciente y que sí debería preocuparnos. Donde más se sintió ese aumento fue en la ciudad de Lima. No sabemos exactamente qué ocurrió en otras ciudades, pero es probable que, en la mayoría, especialmente en las más grandes, haya subido tanto como en Lima. La economía urbana depende mucho más que la rural de la interacción humana, del contacto entre la gente, de los circuitos que fueron cortados por el “distanciamiento social”.
Pero hay otro fenómeno que viene de más atrás y que, lejos de ser preocupante, resulta alentador. Desde mucho antes de la pandemia, la pobreza rural se ha estado reduciendo mucho más rápido que la urbana. La distancia entre ambas se acortó de 46 puntos porcentuales (67% contra 21%) en el 2009 a 26 puntos en el 2019 (41% contra 15%). En el 2021, se acortó aún más, pues, mientras que la pobreza urbana todavía no volvía a su nivel previo a la pandemia, la pobreza rural ya había retomado su tendencia decreciente.
El acortamiento de esta distancia significa que desde hace más de 10 años –quién sabe, 20 o 30– los ingresos en el mundo rural han estado creciendo más rápido que en el urbano. Eso es parte de lo que explica que las medidas de la desigualdad del ingreso, como el “coeficiente de Gini” o una más simple como la proporción entre los ingresos del 10% más rico y el 10% más pobre, se hayan reducido considerablemente.
La pregunta es qué hacer con la pobreza urbana. ¿Creamos nuevos programas sociales de dudosa efectividad o confiamos en que la vuelta gradual a la normalidad recomponga los circuitos económicos que han sido capaces de generar un crecimiento sostenido de los ingresos de los más pobres a lo largo de los años?