La más reciente crisis autoinfligida del gobierno de Pedro Castillo se develó el lunes con las declaraciones a RPP del depuesto comandante general del Ejército, José Vizcarra, a las que se sumaron luego las del general de la FAP, Jorge Chaparro. Ellos habrían sido removidos por no dar su conformidad con ascensos irregulares de paisanos del presidente en sus respectivas instituciones. Trascendió, asimismo, de acuerdo al ex primer ministro Walter Martos, que el propio presidente Castillo habría llamado a generales a pedirles su lealtad en una reunión que tuvieron durante el proceso de ascensos.
Hay voces que advierten sobre un posible intento por copar las Fuerzas Armadas, como sucedió en el Perú por última vez en la década de los 90, y otras que sugieren que estas movidas son, en realidad, parte de un comportamiento sistemático del Gobierno para premiar a gente allegada a la campaña y al presidente, como se ha visto en tantas otras instancias del Estado en estos primeros días. Vale decir, un caso más de cuoteo como plan de gobierno, como la (única) lógica que guía parte importante de los nombramientos en el Ejecutivo, ahora extendida a las Fuerzas Armadas. Tal y como lo anunció el defenestrado Héctor Béjar a su salida del Gobierno.
Estas dos posturas se complementan con una tendencia reciente (y lamentable) en nuestra ajetreada política: el protagonismo del liderazgo de las Fuerzas Armadas en la resolución de crisis políticas. Ya sea con la venia o el veto, han cumplido un rol crucial a la hora de zanjar disputas entre actores políticos.
En los últimos años, las Fuerzas Armadas no han sido deliberantes, pero sí han sido dirimentes. Lo fueron, a sabiendas o no, el 30 de setiembre del 2019, en un día de mucha incertidumbre e inestabilidad, que solo se definió a las 11 de la noche, cuando el Ejecutivo publicó en redes sociales una foto de Martín Vizcarra reunido con el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y el director de la policía. La foto pesó más que el juramento de Mercedes Araoz dos horas antes en el Parlamento.
Un año después, en setiembre del 2020, ante la presentación de los audios que darían lugar a la primera moción de vacancia contra Martín Vizcarra, pero incluso antes de que el Congreso formalmente la admitiera a trámite, el entonces presidente del Congreso, Manuel Merino, buscó contactar al jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y al comandante general de la Marina, sin mayor éxito, para luego pedirles públicamente en el hemiciclo que “guarden la tranquilidad”. Esa respuesta puede haber desinflado ese primer intento por impulsar la vacancia de Vizcarra.
Luego, según algunas fuentes, y tras varios días de movilizaciones y protestas posteriores a la vacancia de Martín Vizcarra, que llegaron a cobrarse la vida de dos jóvenes, los altos mandos militares no asistieron a una reunión convocada por Merino el domingo 15 de noviembre en la mañana, lo que habría precipitado su renuncia ese mismo día. Por segunda vez en poco más de dos meses, Merino no encontraba respuesta en las Fuerzas Armadas.
Con estos precedentes, es probable que Castillo se pregunte: a la hora de la verdad, ¿asistirán los generales cuando los convoque? ¿Se tomarán una foto conmigo?
Citando al gran Alfred Stepan, Levitsky y Murillo recordaban hace un par de años en “The New York Times” que “la clave para preservar las nuevas democracias de la región radica en garantizar que ningún grupo civil llame a la puerta de un cuartel”. Uno de los preocupantes indicadores de la erosión democrática reciente que vivimos en el Perú, pero también en la región, involucra la tentación de políticos de apoyarse en las Fuerzas Armadas para resolver crisis que deberían ser solucionadas sin su presencia, tácita o no.
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