Desde hace casi dos años tengo un hijo que se cría frente a una computadora. Su universo es un cuadrado de plasma por el que viajan sus conocimientos, sus sueños y sus emociones. Ahí se trasladaron, por culpa de la pandemia, sus clases del colegio, sus sesiones de entrenamiento de fútbol, sus lecciones de guitarra.
Pasó de ser un chico de doce años que todos los días iba al colegio para encontrarse con sus amigos, a entrenar como arquero, a practicar con su banda de rock; a transformarse en un muchacho irreconocible: alto, con otra voz y cara de grande. Un adolescente de manual que está a punto de cumplir catorce años que ha experimentado buena parte de los cambios físicos y psicológicos más importantes de su vida teniendo como testigo un mundo irreal, que lo espía desde lejos.
Ha tenido momentos en los que se ha sentido muy frustrado y estresado, pero en general, como les ha pasado a los chicos a los que la pandemia los volvió rehenes de sus propios hogares, ha tenido la resiliencia suficiente para adaptarse a ese nuevo escenario de interacciones virtuales. Es consciente, además, de que en un país como el nuestro tener las herramientas para estudiar y divertirse desde una computadora es un lujo. Que millones de muchachos como él han tenido que afrontar toda esa soledad desde la precariedad de un teléfono móvil con pésima o nula señal de Internet.
Esta semana, mi hijo formó nuevamente parte de un segmento privilegiado: inició sus clases semi presenciales. Se sentó en un aula con otros chicos de su edad a los que encontró irreconocibles. “Fulano se ha engordado mamá, Sultana está altísima”. Los cambios que ya había captado a través de la cámara del Zoom de pronto adquirían para él formas definidas, texturas. Me lo contaba con extrañeza y gracia, como si hubiera salido del cine, después de estar horas en la oscuridad, y sus ojos estuvieran haciendo un esfuerzo para enfocar lo que tiene al frente.
Lo veo salir del colegio, con la mochila que mal le cuelga de un hombro y su andar desgarbado y siento algo parecido a la ilusión de que la vida empieza para él nuevamente. Ya decidí que la precariedad del aprendizaje de estos últimos años será recuperable a largo plazo. Si tuviera que haber un sexto de media para su generación, pues bienvenido. Pero me aterra pensar que la desidia de nuestras autoridades, la falta de empatía con los niños y jóvenes, logren convertir este proceso en una etapa llena de trabas. Su colegio está haciendo todos los esfuerzos para que la reintegración a clases sea exitosa, pero todavía hay millones de niños que se ahogan entre la burocracia del Ministerio de Educación y los gobiernos regionales que no pueden iniciar ni siquiera con planes piloto.
Somos uno de los países que más muertos ha tenido por el COVID-19 y ahora inauguramos el galardón de ser uno de los más lentos en el retorno a clases. Nuestros hijos se están perdiendo mucho más que un buen rendimiento en matemáticas o lenguaje. Se están perdiendo una derrota de su selección del colegio, un grito ahogado de triunfo en un partido de básquet. No conocen lo que es la enamoradita de mano sudada, la emoción del primer beso, el roche del primer baile. Han dejado de vivir en un mundo de sensaciones para trasladarse a uno de representaciones. Y no está bien, porque el crecimiento está hecho del primer olor a ala, de la mancha en el pantalón cuando estás con la regla, del roche de que te salgan tetitas o que te asome un bigote.
A nuestros hijos se les está yendo la vida en serio. La que huele, duele y da ataques de risa. Ya es hora de que las cosas cambien para ellos. Ya no lo podemos seguir permitiendo.
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