Hace unas pocas semanas se cumplieron diez años de la publicación del influyente ensayo del escritor Moisés Naím titulado “Estados mafiosos: el crimen organizado toma el poder”. Es un texto que vale la pena recordar en las actuales circunstancias.
En el artículo, Naím describe a los estados mafiosos como países en donde “las autoridades del gobierno se hacen ricas, junto con sus familiares y sus amigos, mientras explotan el dinero, la fuerza, la influencia política, y las conexiones globales con grupos criminales para cimentar y expandir su propio poder”. “En efecto, las posiciones más altas en algunas de las actividades ilícitas más rentables del mundo no son llenadas ya únicamente por profesionales del crimen; ahora incluyen a altas autoridades públicas, legisladores, cabezas de espionaje, jefes de los departamentos policiales, militares de alto rango y, en algunos casos extremos, incluso a los jefes de Estado y sus familiares”.
Sobre la base de esta descripción, el ensayista venezolano identifica tres ideas tan falsas como comunes relacionadas con este tipo de delincuencia. La primera es que se trata de prácticas que siempre han sido iguales, cuando en realidad la capacidad de innovación criminal está siempre presente. La segunda es que los criminales son un grupo subterráneo de inescrupulosos que opera en los márgenes de la sociedad. Pero los criminales, según Naím, están mucho más a la vista de lo que parece. Y la tercera concepción equivocada es que estos son asuntos que deberían ocupar principalmente a policías, fiscales y jueces. Sin embargo, en varias ocasiones de corrupción gubernamental estamos frente, más bien, a un problema con aristas políticas que demanda también respuestas políticas.
Las implicancias para los países que padecen de corrupción enraizada son serias. Y, del mismo modo, los beneficios de ser percibido como una nación con menor corrupción son tangibles. Un análisis del FMI indica, por ejemplo, que mejoras de dos puntos en indicadores de corrupción que van del 0 al 10 –donde el 0 representa una total corrupción y el 10 ninguna– están relacionados con cuatro puntos porcentuales adicionales de crecimiento de la inversión por año y con medio punto adicional de expansión en el PBI per cápita.
La simple percepción de corrupción ahuyenta a los empresarios legítimos y deprime la confianza de los consumidores. No es casualidad que el Perú aparezca último en un grupo de 27 países en una reciente encuesta de Ipsos respecto a la dirección que seguimos (un 91% respondió que el país va en el camino equivocado; 19 puntos porcentuales más que en Chile y 39 puntos porcentuales más que en Colombia), y que, a la vez, la corrupción sea el principal problema que enfrentamos, según la misma encuesta.
Naím acierta cuando cataloga como errónea la idea de que sea solo el sistema de justicia y no el sistema político el que debe enfrentar la corrupción. Mejores partidos políticos que su vez determinen mejores reglas de juego blindan la estructura institucional y la protegen de abusos. Pero esto toma tiempo y requiere de consensos políticos difíciles de alcanzar. Por ello, no deja de ser verdad que, en países como Brasil o Italia, parte de los golpes más duros en contra de la corrupción sistémica de alto nivel vinieron de la labor de procuradores y jueces valientes y honestos.
Cada país tiene su propia arquitectura institucional y coyuntura política, lo que la mayoría de veces limita la importación de lecciones para combatir la corrupción. Aun así, la corrupción de alto vuelo tiene un efecto perverso que siempre se ve igual: la pérdida de confianza en el futuro de la nación.