Es el título de la canción más popular de Cyndi Lauper, estrella pop de los años 80. Se ha convertido en un himno feminista ya que –en forma lúdica– proclama el derecho de la mujer a hacer su propia vida, librándose de la posesión y el control masculino. Pero también es un cántico al hedonismo tan característico –por ser extendido– de la sociedad posmoderna.
Pensaba en esta canción mientras observaba un video que se ha hecho viral. Un grupo de mujeres jóvenes bailando encima de nichos durante el entierro de una de las fallecidas en la tragedia de la discoteca de Los Olivos. Un baile entre desafiante y patético, vital y mortuorio, alegre y macabro. Pero en el fondo, una danza que establecía que el placer está sobre todas las cosas y fue así, bajo este principio, que la amiga difunta se despidió del mundo.
La canción de Lauper nos confirmaba que habíamos entrado plenamente a una era marcada por el hedonismo. La búsqueda del placer como fin último es una predisposición poderosa en los últimos años. Se busca escapar de todo tipo de sufrimiento a como dé lugar y ello incluye, evidentemente, las imposiciones surgidas en la lucha contra el COVID-19.
No hago hincapié en el hedonismo como crítica cucufata, sino como hecho sociológico. Hace muchos años, Gonzalo Portocarrero nos hizo recordar que una característica de la modernidad es la huida del dolor. En cambio, en las sociedades tradicionales, el sufrimiento era una parte inseparable de la vida –si no dolía es que estabas muerto– y se considerada que la carne debía ser persistentemente castigada por un dios que quería comprobar nuestra fe (mismo Job). Hoy en día, ante cualquier señal de sufrimiento, acudimos a la tarjeta de crédito, el analgésico, las drogas, al baile desenfrenado y el consumo. Como señalaba el también sociólogo Zygmunt Bauman, es un ajetreo permanente para olvidar lo que más tememos: la muerte.
Sin embargo, tomo prestada la distinción que hace Michel Onfray, al afirmar que el hedonismo que predomina en nuestros tiempos es el de la propiedad, es decir, el de “tener”, que es alimentado por el consumismo característico de la era actual. Es muy diferente al hedonismo del “ser” que invita sacar disfrute del mismo hecho de vivir y tratar de hacerlo de la mejor forma posible, acompañado de quienes queremos y nos quieren. Eso sí, siempre respetando los derechos al disfrute de los demás.
El hedonismo de “tener” nunca llega a ser plenamente satisfactorio. Genera un permanente anhelo porque el placer proviene del consumo mismo, acto que por definición siempre será fugaz y limitado. Vivimos en sociedades en las cuales la cotidianidad para muchos es altamente insatisfactoria (las malas condiciones de vida, un trabajo rutinario callejón sin salida, las agresiones gratuitas, la sensación de un presente continuo). Por eso se ansía el tiempo libre, ese poco ocio, para disfrutar algo en medio de vidas tan grises. A pesar de que ello implique poner en riesgo a la salud, la economía familiar o la vida misma. Se prefiere no pensar en ello y seguir adelante.
Dicho esto, quería hacer hincapié en dos asuntos.
En primer lugar, el placer que proviene del consumir es casi siempre egoísta y de corto plazo. Antepone la satisfacción inmediata e individual a las necesidades sociales y el bien común. Es por ello que actualmente nos resulta tan difícil enfrentar problemas cuyas soluciones pasan por sacrificar parte del consumo, fomentar la moderación y promover la solidaridad y empatía. Es preocupante que sea así, inclusive cuando de estas prácticas dependa nuestra propia existencia como especie en este planeta.
En segundo lugar, a pesar del tono pesimista de esta opinión, creo que la mayoría de los jóvenes de nuestra ciudad está protegiendo a su familia, comunidad y a sí mismo. Nuestra provincia tiene a más de 2,2 millones de ciudadanos entre los 15 y 29 años (Censo 2017) y no los veo en fiestas, partidos de fulbito o libando chelas en bares y calles. Es necesario que como sociedad reforcemos esta férrea determinación y no solo limitarnos a hacer llamadas a la represión.