El dios Jano se distingue por tener dos caras: una sonriente y otra fruncida. Tratándose de un dios, es para tomarse en serio con cuál de ellas nos mira. La informalidad también ha llegado con dos caras: una exageradamente benéfica, otra desmesuradamente maléfica. En ambos casos, creo, esas miradas exageradas responden más a la creatividad del lado derecho del cerebro que a un apego a la evidencia.
Hagamos historia. Para el que sigue las noticias, atiborradas hoy en día con ejemplos de una abrumante prevalencia informal y de sus múltiples males, será difícil creer que el concepto es un invento reciente, más nuevo que las computadoras. ¿Acaso el texto fundador de la economía, de Adam Smith, no se publicó hace dos siglos y medio? Pero cuando me tocó estudiar economía, hace medio siglo, el concepto de la informalidad como factor central en el proceso de desarrollo económico no existía, ni en los textos de economía ni en la cabeza de mis profesores, algunos muy famosos justamente en temas relacionados con el desarrollo económico.
El descubrimiento del sector informal se atribuye a un informe sobre el desarrollo de Kenia, realizado en 1972 por la Organización Internacional del Trabajo y dirigido por el economista Keith Hart. El informe analizó la relación entre el trabajo formal y el informal en el contexto de un país de rápido crecimiento demográfico y urbanización, y recomendó una mayor atención a la pequeña empresa y la capacitación. Pero el despegue de la informalidad como tema en el Perú se produjo recién durante los años 80, con la publicación de dos estudios: “Desborde popular”, de José Matos Mar, enfocado en los procesos de migración y creación de hogares y barrios urbanos al margen de la ley, y, poco después, “El otro sendero”, de Hernando de Soto, libro que por primera vez nos hizo ver y apreciar la extraordinaria energía y creatividad de los nuevos empresarios informales. Curiosamente, la visión positiva y fuertemente optimista de “El otro sendero” fue seguida en el año 2000 por un segundo libro, “El misterio del capital”, que más bien realza el lado negativo de la informalidad. Según este estudio, la falta de seguridad formal sería un impedimento casi absoluto para la inversión en este sector. Gran parte de Lima y otras ciudades han sido construidas y financiadas por informales sin seguridad formal. Así, hasta antes del COVID-19, el argumento se había vuelto pesimista con relación al desarrollo del sector informal.
Una característica común de casi todas las opiniones recientes acerca de la informalidad es que ignoran la evidencia contradictoria de los últimos años. Se repite con frecuencia que el ingreso de los trabajadores formales supera al de los informales. Lo que no se dice es que esa diferencia se ha venido reduciendo sustancialmente a lo largo del siglo. Según las encuestas Enaho, entre el 2007 y el 2019, por ejemplo, el ingreso promedio del trabajador informal creció a una tasa promedio de 4,9% al año, superando cómodamente la del trabajador formal, que se elevó 2,8% al año. El ingreso del pequeño agricultor informal ha venido elevándose más rápidamente que el ingreso del trabajador formal urbano. Durante ese período, el aumento anual en el salario del obrero informal en Lima, casi siempre en una pequeña empresa, se elevó más rápidamente que el del salario del obrero formal.
En general, a lo largo del presente siglo el sector informal ha sido más dinámico que el formal. Hoy, sin embargo, todo indica que el impacto para adelante del COVID-19 va a ser más negativo para la economía de los informales que para la economía formal, e, incluso, la informalidad se identifica como una causa principal del contagio, con lo que el argumento acerca del potencial económico de cada uno pasa a ser de interés solo para el historiador. Sin embargo, el apremio del momento no debe ser motivo para un juicio técnico que tiene más de cara fea que de evidencia.