Personas protestan en la Plaza Italia, en la capital de Chile. (Foto: EFE).
Personas protestan en la Plaza Italia, en la capital de Chile. (Foto: EFE).
/ Alberto Valdés
Juan José Garrido

Durante los últimos 30 años o más, fue un referente regional de desarrollo político, económico y social. Las razones, aunque variadas, desembocaban en una constante que asumimos suficiente: la calidad institucional. En cualquiera de las variables estudiadas (sea estabilidad política, efectividad gubernamental, calidad regulatoria, control de la corrupción u otro), Chile aparece al tope de la lista regional, compitiendo con países europeos como España y Portugal. El Perú, entretanto, aparece a media tabla de la lista regional, compitiendo con países subsaharianos.

Las instituciones son una suerte de corsé para los gobernantes, burócratas y gobernados. Douglass North, padre de la teoría institucional, señala que las instituciones “son las limitaciones ideadas por el hombre que estructura la interacción política, económica y social. Consisten tanto en restricciones informales (sanciones, tabúes, tradiciones y códigos de conducta) como en formales (constituciones, leyes, derechos de propiedad)”. Son, en resumen, el sistema de reglas establecidas que ordenan el comportamiento y las interacciones en una sociedad.

Los acontecimientos ocurridos en Chile durante ponen las limitaciones de la teoría en discusión. Parecía que la calidad institucional chilena los protegía, cual vacuna, de una espiral de violencia como el desatado, tanto en energía como en tiempo transcurrido. Y, en dicha medida, lo sucedido y los costos asociados (lo cuantificable, ya que las vidas dejarán una huella imborrable) pondrán a reflexionar hasta al más ortodoxo.

Cabe entonces preguntarse, desde el plano institucional, ¿qué pasó en Chile? ¿Cuáles son los factores que rasgaron las fibras institucionales? ¿Cuáles son las limitaciones y las lecciones de esta crisis?

En el registro histórico, la calidad institucional mantiene una altísima correlación con el desarrollo de las naciones. Casi cualquier estudio sobre el tema probará lo alegado. Lo que poco se menciona son las limitaciones encontradas, en particular dos: la primera, cuando las mismas se implementan a modo de señales y no pensando en la funcionalidad de las mismas. Las segundas, más difíciles aun de identificar, cuando se implementan en un contexto desfavorable; léase, el origen de las reformas abre espacios a disputas. El caso chileno podría entenderse –en mayor medida– por la segunda línea discursiva.

Sin duda, lo que pasó en Chile será analizado, y seguro existirán ajustes y correcciones para bien, como prevé . Pero si algo necesitamos los peruanos son mejoras sustanciales en nuestra calidad institucional. No podemos tomar el caso como una excusa para sustraer de la agenda la necesidad de realizar las reformas tantas veces identificadas: un Estado eficiente y moderno, un sistema judicial predecible y confiable, una arquitectura regulatoria inteligente, que promueva una cultura empresarial moderna y ética, entre otros pilares fundamentales destinados a mejorar la calidad de vida de millones de peruanos. Todas estas mejoras no solo son necesarias, sino que además minimizan el riesgo de quejas sobre el estado de las cosas. Lamentablemente, como sabemos, dichas reformas no están, al menos hoy, en la agenda local. Si una crisis social como la chilena se produjera, ¿en qué nos recostaremos para salir de ella?

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