Entre los vicios y sesgos en el arte de gobernar, es posible que no haya ninguno tan engañoso como el que nos hace creer que un poco de tinta en caligrafía sobre una lámina blanca de pulpa de celulosa tiene poderes mágicos para transformar la realidad. Basta una rúbrica dotada de un cargo con nombre oficial al lado y ¡zas! ¡Hágase el milagro! Las corvinas nadarán fritas con su limón.
Si se trata entonces de convertir buenas intenciones en realidad con la magia de una firma precedida de sesudos párrafos burocráticos publicados en “El Peruano”, hay dos ejemplos notables en los últimos días. El primero es la creencia de que los ingresos de los trabajadores se pueden subir y bajar por ley. Así, el gobernante, convencido de su propio poder, define con un audaz decreto supremo que –de aquí en adelante– ningún salario en el Perú deberá ser menor a, digamos, S/1.300 mensuales. Regístrese, comuníquese y cúmplase.
Por supuesto, la evidencia en contra de tal hechicería es abundante, pero debería bastar un solo argumento: cerca de uno de cada tres trabajadores laborando a tiempo completo ya produce menos que el actual valor de la remuneración mínima vital. Subirla será condenarlos a ellos y a más peruanos a la informalidad, porque ningún negocio contrata a alguien para perder plata. Lo que determina los salarios a largo plazo es la productividad de la gente y de las empresas, no un decreto supremo. No hay magia en los ingresos.
El segundo ejemplo es la creencia en que bajar los impuestos de un plumazo en una zona económica especial (ZEE) puede gatillar un ‘boom’ de inversiones. Así, una ley del Congreso que regale tributos a quien quiera ponerse al lado del nuevo puerto de Chancay atraería –cuenta el cuento– a los cotizados BYD, Huawei y los grandes de Shenzhen. Nuevamente, esto no parece demasiado sensato: cualquier reducción por debajo del 15% posiblemente se termine cobrando más bien en el país de origen del capital (en la práctica, un regalo de impuestos) e inclinaría indebidamente la cancha hacia industrias que quizá no sean las más competitivas.
¿Por qué seguimos creyendo en la magia burocrática? Porque, de lo contrario, nos tocaría hacer el trabajo difícil, el que no recurre a fórmulas fáciles, sino a remangarse la camisa. En el caso de las remuneraciones, tocaría invertir en serio en capital humano; generar más competencia por trabajadores a partir de mayor inversión privada; facilitar el acceso a financiamiento; asegurar una cobertura de seguridad social efectiva, etc. Todo eso es complicado y tedioso. En el caso de la ZEE, lo que corresponde es buscar un operador logístico de primer nivel; llevar energía limpia y conectividad digital a la zona; desarrollar la ciudad de Chancay con educación de nivel internacional, agua, seguridad y en general un ambiente atractivo para invertir y vivir; construir accesos terrestres suficientes para la carga que se espera a largo plazo; y la lista sigue.
Nada de esto es fácil ni inmediato. Pero, lamentablemente, es lo único que sí funciona. De lo contrario, podemos seguir creyendo que con un poco de tinta en papel será suficiente para alterar los principios del comportamiento, de la economía y del desarrollo.