Hace pocos días Henry Kissinger cumplió 100 años. El hacedor de buena parte de la política exterior estadounidense, admirado por unos, denostado por otros, ha aparecido en “The Economist” para decir algo que muchos sospechan: Estados Unidos y China se enrumban a un escenario de confrontación que supone un gigantesco riesgo global porque “ambas partes se han convencido de que la otra representa un peligro estratégico”.
No es poco lo que ha dicho Kissinger, pues asume que hay un paralelismo entre la situación del mundo hoy y la que había en los años previos a la Primera Guerra Mundial: una situación en la que ninguna de las partes tiene mucho margen de concesión política y en la que “cualquier alteración del equilibrio puede tener consecuencias catastróficas”. La única diferencia es que ahora las potencias mundiales tienen la capacidad para una destrucción mutua asegurada, según Kissinger, con acceso a herramientas de inteligencia artificial omnipotentes.
En la peculiar geopolítica latinoamericana de los últimos meses, este conflicto global tiene pinta de decantarse como las posturas en torno a la invasión rusa de Ucrania. Capitaneados por Lula, los países de la región ya manifestaron que no se alinearían con “Occidente”. Es un error enorme haber denominado a la coalición “pro-Occidente”, cuando los países de Occidente debían haber construido una alianza en torno a la defensa de la democracia antes que a la asociación a un bloque geopolítico. Pero también es un error enorme de la diplomacia latinoamericana tratar estos asuntos desde una equidistancia peligrosa, en la que Lula trata de ser el mediador regional, una postura que cada vez comienza a ser moneda común en muchos encuentros de los presidentes latinoamericanos.
Solo basta recordar el estupor que generó en muchos diplomáticos el fracaso europeo y estadounidense cuando quisieron negociar con países latinoamericanos para que enviaran armamento a Ucrania, con la condición de que Estados Unidos reemplazaría el armamento con uno más sofisticado. La postura del bloque latinoamericano fue bastante previsible: de ninguna manera. Occidente había fracasado. Lula quería asegurarse la posibilidad de ser un mediador entre Rusia y Ucrania y para eso equiparó a las fuerzas en conflicto.
Una demostración de esa desconcertante equidistancia perjudicial es lo que ha intentado Lula cuando ha recibido a Nicolás Maduro hace dos días, y le ha dicho que Venezuela es víctima de la narrativa de “antidemocracia y autoritarismo”. Un esperpento. Narrativa es la que muchos mandatarios vienen ensayando en la región para comenzar a abrazar al régimen chavista. En Venezuela hay un autócrata que gobierna luego de capturar todas las instituciones. No se le hace ningún bien a Venezuela tratando de digerir al autócrata solo porque otros medios han fracasado.
Aunque Lula quiera invitar a los países de la región a una integración más profunda, incluso discutiendo una posible moneda común, las dificultades de estas propuestas radican en la profunda discrepancia que hay entre muchos países en asuntos de disciplina fiscal y monetaria. Son utopías que pueden ser muy costosas a largo plazo para países que han hecho sus deberes por mantener la lozanía de su economía, cuando hay otros que han dilapidado todos sus recursos y han hipotecado el bienestar de sus ciudadanos.
No es que la región vaya a girar nuevamente a la disciplina fiscal en países que no la han tenido. Como bien se ha dicho, más que olas de izquierda y de derecha, lo que hay son olas anti-incumbentes. Quizás en Argentina los peronistas pierdan el poder, pero en Ecuador el correísmo volvería con una fuerza renovada. Es un eterno giro solo contra el que detenta el poder.
La desgracia para la región en todos estos conflictos globales no es tanto que seamos parte o nos mantengamos equidistantes, sino que parezcamos insignificantes. El riesgo de la región no es el alineamiento a un bloque geopolítico, ni a Occidente ni a Oriente, sino la insignificancia. A inicios del milenio, América Latina seducía gracias a su crecimiento económico y sus reformas de apertura al mercado. Hoy ni siquiera figuramos en el mapa global y, si lo hacemos, se nos pide una colaboración residual y de soporte. Ni tan pobres como para que se nos marque en la agenda de países a los que hay que apalancar y ayudar, ni tan ricos como para que vengan y hagan negocios prósperos. El riesgo es la insignificancia.