Un Rolex es un símbolo más de estatus en una sociedad de consumo como la nuestra. Más allá de los posibles asuntos de corrupción en su obtención, la pregunta sociológica de fondo –sin embargo– es por qué una persona que ostenta el estatus más alto de la sociedad nacional siente la necesidad de arriesgar tanto en poseerlo y exhibirlo. Dina Boluarte ya cuenta con los símbolos propios que ratifican su estatus: la banda presidencial, el bastón de mando, la escolta y la pompa; no era necesario un reloj de pulsera –no importa cuán exclusivo– para dejar en claro su alto puesto en la jerarquía nacional.
Lo triste es que –bajo la actual situación de nuestra sociedad– su acción resulta congruente. Lo que sucede es que los niveles de ilegitimidad y desprestigio de nuestros poderes son tan altos que las mismas autoridades sienten la necesidad de respaldarse con oropel: Rolex, Johnnie Walker etiqueta azul (Toledo) y hasta grados académicos truchos (fiscal de la Nación, presidente del Congreso) como formas alternativas que buscan legitimar la posición ocupada. Lo triste es que es un mecanismo similar al seguido por otros que tienen poder fáctico, pero no legítimo, y buscan distintivos más ligados al consumo como compensación. La revista “Esquire” (2015) realizó un análisis de las fotos de Instagram de los capos mexicanos de la droga para descubrir qué relojes de lujo preferían, y resultó que los Rolex estaban en el cuarto lugar del ránking.
Muchas personas consideran que todo este consumo conspicuo es parte de nuestra tendencia a la huachafería, del arribismo propio de un país pobre y de castas. En cambio, yo prefiero interpretarlo como lo hizo Mario Vargas Llosa hace 40 años cuando afirmó que “la huachafería no pervierte ningún modelo porque es un modelo en sí misma; no desnaturaliza patrones estéticos, sino, más bien, los implanta, y es, no la réplica ridícula de la elegancia y el refinamiento, sino una forma propia y distinta –peruana– de ser refinado y elegante”. Es la necesidad desesperada de mostrar un refinamiento que, sin embargo, termina desprestigiando más aún a los que lo exhiben, alejándolos así de las mejores prácticas democráticas. En todo caso, no es una huachafería que acerque al gobernante a sus bases (como sucede con Donald Trump, huachafo de marca mayor, cuya estética antiintelectual y chabacana termina siendo un testamento político en contra de las élites políticas estadounidense más serias y pensantes). En nuestro caso, es lo contrario: una estética que enajena porque tiene como principal función distanciarse de la ciudadanía.