No se ha terminado de recuperar el turismo de los efectos de la pandemia. De más de cuatro millones de turistas extranjeros que llegaron al país en el 2019, caímos a menos de un millón en el 2020. El año pasado vinieron dos millones y medio. El turismo interno se ha recuperado más rápido, pero el número de viajes está todavía 20% por debajo de lo que era cuatro años atrás.
El ministro a cargo del sector, Juan Carlos Mathews, quiere, naturalmente, apurar la recuperación y cree haber encontrado la solución: incentivos tributarios. Su ideal es que el turismo tenga un “tratamiento similar” –la reducción de la tasa del impuesto a la renta del 30% al 15%– que replique los “excelentes resultados que tuvo en la agroexportación”. Un tratamiento que también incluía, para ser justos, una reducción de la contribución al seguro de salud de los trabajadores.
Lamentablemente, creemos que se ha sacado la lección equivocada de la experiencia del agro. El espectacular crecimiento de las agroexportaciones no comenzó con la Ley de Promoción Agraria, que se promulgó en el 2001 y entró en vigor en el 2002, sino antes. Entre 1993 y el 2002, las agroexportaciones crecieron a una tasa promedio del 13% al año. Del 2002 en adelante, la tasa de crecimiento ha sido prácticamente la misma. La única diferencia es que se aceleró el crecimiento de las exportaciones no tradicionales y se desaceleró el de las tradicionales.
No fue, pues, la Ley de Promoción Agraria la causa del desarrollo agrario de los últimos 30 años, sino, más bien, la apertura comercial, el respeto a la propiedad privada, la libre tenencia de moneda extranjera y todo lo que se conoce como el modelo económico. El efecto principal de la Ley de Promoción Agraria fue otro: hizo de la agricultura peruana (o de una parte de ella) una actividad más intensiva en capital. Lo que realmente se aceleró tras su promulgación fue el crecimiento de las importaciones de bienes de capital para usos agrícolas.
La mecanización puede haber reducido los costos de producción de algunos cultivos y contribuido indirectamente al crecimiento del agro, pero es poco probable que tenga el mismo efecto en la actividad turística. ¿A quiénes puede beneficiar la reducción de la tasa del impuesto a la renta? Al taxista que recoge turistas en el aeropuerto de Cuzco no, porque no es una empresa. A la señora que vende artesanías a la vuelta de la plaza tampoco. Al restaurante que vende menú para mochileros es poco probable, porque debe estar en el régimen de las mypes. A las aerolíneas y hoteles de lujo seguramente sí.
La reducción de la tasa del impuesto a la renta para el agro le cuesta al fisco S/385 millones al año. Un tratamiento similar para el turismo puede costar más o puede costar menos, dependiendo de cómo se defina a las actividades beneficiadas. El turismo ya goza de una tasa preferencial de IGV para restaurantes y hoteles –8%, en lugar de 18%–, que cuesta otros S/445 millones. Sacrificar más recaudación en nombre de su reactivación significa quitarles recursos a otras responsabilidades del Gobierno, como la seguridad ciudadana. Piense en los turistas, ministro, y en todos nosotros.