Es interesante cómo un personaje fundamental de nuestra historia como lo fue Augusto B. Leguía no mereció más el bautizo de avenidas, plazas, hospitales, monumentos. Su figura se pierde en un silencio de letras e imágenes que no hacen sino preguntarme qué fue lo que pasó y cómo para que su sepultura fuera tan profunda. Me hace recordar el futuro de Alberto Fujimori, protagonista, también, de una década en Palacio; me lleva a vincular sus caídas y muertes, presos, luego enfermos, despojados del poder que por tanto tiempo y sin tregua manejaron, algunos dirán que para bien, otros satanizarán.
Dictadores, enemigos políticos, presidentes, endiosados por unos, vituperados por otros, transformadores, líderes ambos de mucho más que cambios rupturas con el viejo orden que reformaron el paisaje social, económico, urbano, estructural del país y su capital. En Leguía el nacimiento de una clase media que luego Fujimori habrá de consolidar como grupo emergente y timón del destino común. Pero a Leguía le sucedió el crack del 29 y a Fujimori, velocidad de crucero en la carrera por la bonanza económica del Perú.
“Patria nueva” fue el lema de Leguía. Sin duda un sueño no vuelto, aún, realidad. Lo complejo de nuestro país no hace sino enrostrarnos lo difícil que es integrarlo. Multicultural, intrincado, el Perú de carreteras que lleven desarrollo y promuevan la comunicación aún está en ciernes. La montaña no vendrá a nosotros, a no ser que la movamos.
Imagino a Leguía en Nueva York, escuchando foxtrot en la radio, en medio de su exilio y de la guerra. Ya había sido presidente una vez, luego testigo, en su estadía en Londres, de las innovaciones de una Revolución Industrial que deben haber impulsado poderosamente su carácter modernizador. Cuando vuelve al Perú, tiene esa visión como desafío y a Estados Unidos de su lado: redibujar la infraestructura, acaso crearla, para que ese lema de “Patria nueva” no sea una promesa política sin sustento. Entre los años veinte y los treinta, Lima es su laboratorio. Fomenta, induce, establece, gesta, hace. Urbaniza la ciudad, creando avenidas y rompiendo el silencio de las antiguas haciendas. La avenida Leguía, hoy Arequipa, unió Lima y su barrio de Santa Beatriz con San Isidro y Miraflores.
El crecimiento de la capital durante su oncenio es vertiginoso; entre haciendas y fundos se crean barrios de clase emergente que ya cuentan con luz, agua y desagüe. Es el principio de las carreteras, de una Lima de arterias, de la ciudad del automóvil, por ello la de la libertad de movimiento. Eso hace nacer un nuevo estilo de auto, descapotable, colorinche, festivo, veloz, aerodinámico en la medida de lo posible. Y con ello, una nueva mujer, la mujer al volante, independiente y audaz, que ya no vestía tanta tela en el cuerpo, que entraba al mar en los baños de Chorrillos, Miraflores y Barranco usando apenas un traje ceñido y ya no las ropas largas y pesadas que usaran sus madres.
Llevaba el pelo corto, dejaba ver mucho más que sus tobillos, usaba colorete, fumaba en público y si se tapaba era porque tenía frío. El avión, la radio, el indígena, el vals criollo, el cemento, el asfalto, las plazas y monumentos, el transporte público, las obras y leyes, los carnavales secos, los clubes y deportes, las reinas y salones de belleza, todo tenía que ver con Leguía y su afán de innovar. Fue el centenario de la independencia el momento cumbre de su carrera política y su rol como transformador, si no del Perú, al menos del corazón del país.
Si bien hay calles que llevan su nombre, ninguna en la zona histórica de la ciudad. Sus enemigos políticos se encargaron de borrarlo de nuestra historia, arrancando con la fuerza de un camión su busto de las raíces de la gran avenida y el pobre-rico país que lo hizo nacer, que lo vio ir, venir e ir.