En la sociedad peruana hay algunos demonios internos de los que tendríamos que exorcizar a toda la sociedad misma, dada su perniciosa influencia en la vida de cada uno de nosotros. De lo contrario, estaremos condenados a padecerlos cada vez que sean invocados por gente extrema, como la que empezamos a leer en redes sociales.
Uno de esos demonios es la satanización espontánea que un gran sector de peruanos atribuye a las fuerzas del orden y militares como un rezago de la cruenta guerra cainita que el país sufrió en la década de los ochenta a manos de grupos terroristas. Eso no se puede soslayar. Aún así, es necesario que empecemos a usar algunos criterios lógicos que nos permitan comprender que, per se, las fuerzas del orden no son canallas ni buscan “reprimir” libertades innecesariamente.
Si fuésemos absolutamente asépticos en la teoría, habría que recordar un rato que vivir en una sociedad organizada bajo la forma de un estado y no de una anarquía implica que todos hemos “acordado” transferir algunas funciones a este para lograr una convivencia viable.
Entre esas funciones está la capacidad de distribuir orden e incluso violencia. Y es que los estados son organizaciones que poseen una capacidad de generar esta última bien como monopolio, como decía Max Weber, bien como una mera preminencia sobre otras organizaciones. Además, a los estados les transferimos funciones que se legitiman en base a una ideología (visión colectiva).
Función, ideología y violencia. Eso es, en teoría política, un estado. Y es el componente “violencia” lo que idealmente quisiéramos nunca invocar, siendo claramente bien intencionados. Lamentablemente, y dependiendo de los niveles de amalgama social, la violencia siempre está ahí como un recurso de ordenamiento.
Con todo, no podemos dejar de explicar que la violencia por sí sola no podría sostener a ninguna sociedad más que a un nivel muy pobre e inestable, dotando a los ciudadanos de un flaco bienestar. De igual manera, procurar el establecimiento de una sociedad anárquica, como la que parece se está intentando instaurar por estos días en el país, sería una solución defectuosa en su origen, a menos de que existan intereses oportunistas.
Salvo algunas formas de organización inteligente en las que todos los miembros son autónomos en el acceso a recursos y habilidades –internet en sus albores, por ejemplo–, la anarquía no es una manera adecuada de coexistencia. Y quien pretenda su instauración claramente está motivado por razones torcidas. Porque, ¿a quién le puede interesar vivir en un Leviatán, en medio de una selva donde cualquiera de nosotros se puede convertir en un carnicero del otro – “lobo es el hombre para el hombre” (en latín, lupus est homo homini) –?
De nuevo, y respecto a los demonios de los que tenemos que liberarnos, junto a la percepción de unas fuerzas del orden canallas, también habría que desterrar la calificación gratuita de terrorista a cualquier vándalo. Claramente, un hortera no llega a los grados perniciosos de un terrorista, pero, de todos modos, hace daño.
Por ello, le sugiero que cada vez que lea algún comentario en Twitter de los opinantes conspicuos o no, haga el repaso sencillo de recordar que, excepcionalmente, los estados pueden aplicar violencia a fin de defender la convivencia de todos y ese pacto tácito existe para evitar que nos transformemos en lobos descarnados.
Y, en ese sentido, resulta trágico que esa nueva constitución que muchos agitadores reclaman hoy, vía el despliegue de la anarquía, pueda parir un pacto pacífico por el cual nos terminemos ordenando mágicamente. Lo que mal empieza, mal acaba, por más románticos y bien intencionados que sean los anarquistas.