(Foto: GEC)
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/ HEINER APARICIO
Eduardo  Dargent

El conflicto actual en torno a la agroexportación nos muestra un reto general en nuestro país: la necesidad de reformar lo que existe sin dañar lo avanzado. Un reto que desborda un sistema político y económico donde los puntos de encuentro y los árbitros legítimos son escasos. Este caso es, sin embargo, más crítico que otros, pues la agroexportación es una actividad con enorme potencial para nuestro desarrollo.

La agroexportación ofrece oportunidades para crear empleo y oportunidades en un mundo donde es cada vez más difícil hacerlo. En el pasado las recetas desarrollistas buscaron promover y acelerar procesos de industrialización que crearan más empleo y produjeran bienes competitivos para sacar de la pobreza a los ciudadanos. El problema es que industrializar es muy difícil y enfrenta límites estructurales, como sabemos bien en América Latina. Y hoy, incluso de ser exitosos, produciría menos empleos dados los avances tecnológicos que permiten producir más con menos manos.

Al mismo tiempo, y contra las recetas en boga en los noventa, confiar en el mercado para estos cambios es también iluso. El desarrollismo y el neoliberalismo han sido sucedidos por una mirada más pragmática que combina al Estado y al mercado en la búsqueda de soluciones.

La agroexportación a la peruana es, precisamente, un experimento particular que conjuga Estado y empresa. El Estado desarrolló proyectos de irrigación, agencias de certificación sanitaria y concedió subsidios. Al mismo tiempo, los privados invirtieron en tecnología e innovación para construir una industria que en pocos años ha crecido en forma exponencial y con capacidad de innovación.

Pero estamos lejos de hablar de un caso sostenible. Más bien, es otro ejemplo de los límites del modelo peruano para pensar un futuro común. Mientras se celebraban los éxitos, los problemas se incubaban sin una mirada autocrítica. Ni en el empresariado ni en el Estado. No se vieron las grietas y desigualdades. Los conflictos redistributivos no se solucionan apelando a que las boletas actuales son mejores a las de los noventa. O señalando que la pobreza se ha reducido, sin mirar condiciones educativas, sanitarias y de habitación.

Suena hipócrita que quienes se la pasan denunciando la ineficiencia del Estado ahora lo culpen sin reconocer lo que les ha dado en estos años. En vez de lanzar su prédica anti-Estado, Fernando Cillóniz, por ejemplo, debería considerar que su prosperidad se da en parte por ese Estado.

Además, para ser una actividad tan importante para nuestro futuro, no se atendieron temas como la escasez y conflictos en torno al agua, la mejor articulación con otros tipos de agricultura, la ausencia de sindicatos o la informalidad. En resumen, se celebró sin reconocer lo que había costado esa prosperidad ni pensando en la redistribución. Los que hoy tildan de comunistas a los que protestan harían bien en tomar conciencia de que fue el voto de esas regiones el que mantuvo al Perú más a la derecha en estos años. Una derecha más inteligente hubiese entendido que su futuro pasaba por consolidar un mayor bienestar allí.

Pero tampoco hay que minimizar lo que se puede perder con el conflicto. El Congreso carece de la capacidad técnica para legislar y la legitimidad para arbitrar entre empresarios y trabajadores. En diversos partidos políticos, especialmente en la izquierda, se crítica la situación sin reconocer ni la complejidad del sector ni lo que significa para el desarrollo.

Las leyes simbólicas con efectos destructivos para el empleo y la innovación son altamente probables en estas condiciones. Lamentablemente para ganar elecciones se pueden usar esas banderas, pero el verdadero reto es mostrar que puede ofrecerse algo mejor y sostenible.

Nos jugamos mucho en este conflicto. Puede servir para encontrar puntos de acuerdo entre los críticos del modelo y sus defensores, al tener en cuenta lo que se puede perder. Pero también puede ser otra oportunidad perdida en nuestra historia.

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