Edouard René Lefebvre decía: “Las leyes se dictan sobre la base de la desconfianza y ninguna descansa realmente en la virtud de los ciudadanos”. La ley sanciona al ladrón porque no confiamos en que la virtud humana de la honradez evitará los robos. Finalmente quien cree que la ley penal convierte a las personas en honradas comete un error. La virtud nace de la convicción, no del temor. El actuar por temor a la ley no te hace un virtuoso de la misma manera que recitar de memoria un poema por miedo a ser castigado por el profesor no te hace un poeta.
Lo que ocurre es precisamente lo contrario. Como dice Descartes: “La multitud de leyes frecuentemente presta excusa a los vicios”. O dicho de otra manera, el exceso de leyes antes que generar virtudes, fomenta defectos.
La calidad es consecuencia de la virtud, no de la ley. Quien crea que dando leyes universitarias mejorará la calidad de la educación comete el mismo error que quien cree que creando la Santa Inquisición hará que la gente sea más religiosa.
La calidad no puede definirse objetivamente. La calidad se define por la satisfacción que alguien tiene con algo. Y cada quien espera cosas diferentes. La calidad es subjetiva. Por eso no se alcanza estandarizando, sino, por el contrario, diversificando y fomentando la competencia. Cuando uno estandariza la calidad logra el mismo efecto que el que lograría un cártel de competidores. Nada contribuye más a la calidad que la competencia entre opciones distintas.
La ley que regula calidad tiende a estandarizar. La ley considera calidad no lo que cada quien quiere, sino lo que el legislador determina. Si el legislador cree (como ha puesto en la nueva Ley Universitaria) que un doctorado solo tiene calidad si quien lo obtiene habla dos idiomas extranjeros, comete un error. Las personas estudiarán idiomas fáciles (como el portugués) antes que idiomas académicamente útiles. Ese tipo de exigencias realmente no ayudan a nadie.
Si cree, como lo exige la Ley Universitaria, que solo una persona con título de magíster puede ser profesor universitario, puede estar condenando el futuro de muchos buenos profesores no magíster bajo toneladas de magísteres mediocres. Es paradójico, pero dejé hace unos años de dictar en maestría porque me daba cuenta de que el nivel de la clase era inferior al nivel de pregrado. En la misma línea, ¿por qué un decano debe ser necesariamente magíster o un profesor principal debe ser doctor?
No quiero que se me malinterprete. Es legítimo que una universidad imponga exigencias a sus profesores y autoridades. La pregunta es si le corresponde a la ley establecer esos límites o si le corresponde a cada universidad. La estandarización legal reduce la competencia porque reduce los factores en base a los cuales competimos. De la misma manera como si la ley obliga que todas las galletas sean del mismo sabor se reduce el sabor como factor de competencia, al establecer los mismos requisitos para enseñar u otorgar títulos, se reduce la diferenciación como factor para competir. Así, como dijimos siguiendo a Lefebvre, tales regulaciones son actos de desconfianza que, finalmente, solo fomentarán vicios, no virtudes.
Interesante sería que los mismos congresistas que ponen requisitos a los profesores y autoridades universitarias se autoimpusieran límites para ser congresistas.
Quizás es mucho pedir exigir a los congresistas que hablen dos idiomas extranjeros, pero podrían dar una ley que les ponga como requisito pasar un examen de español nivel intermedio que permita asegurarnos que hablarán correctamente su idioma natal.
Quizás podamos pedirles que hayan obtenido un puntaje adecuado en el examen Piza (por si acaso sé que se escribe Pisa, pero prefiero ponerlo como lo escribiría un congresista).
Pero lo cierto es que, nos guste o no, la función del Congreso es reflejar diversidad. De la misma manera que la educación debe ser diversa. Como decía Bentham: “Cada ley es una infracción a la libertad”. Y sin diversidad no hay ni libertad ni competencia.