Para la izquierda, los derechos de los ciudadanos LGBT han probado ser apenas un caballito de batalla del que no les cuesta saltar cuando la situación lo demanda, como demostró el apoyo acrítico de personajes como Verónika Mendoza al homofóbico y conservador Pedro Castillo en el 2021. Para la derecha mojigata, la causa sabe mucho a caviar y se entiende como una de las armas de la izquierda en la “guerra cultural” que están empeñados en librar.
El tópico, además, es harto impopular en un país conservador y, por ende, uno que se aborda someramente, si es que siquiera se toca. Es materia de murmullos en discusiones sociales, cuando no de abierto desprecio y menosprecio.
Pero la verdad es que entre los debates políticos y las cavilaciones moralistas se pierde de vista lo más importante: la realidad. Y es que, con prescindencia de lo que piensen o estén dispuestas a hacer las autoridades o la mayoría del país, lo cierto es que las personas y familias LGBT existen y juegan con la cancha empinada en su contra.
La situación queda clara en un artículo publicado por Ariana Lira en este Diario la semana pasada. Ahí una encuesta de Ipsos da cuenta de que seis de cada diez familias LGBT consideran haber sido discriminadas en el país. Ya sea en espacios públicos, comunidades religiosas, centros laborales, centros de estudios, etc. Asimismo, la ausencia de legislación adecuada coloca a estas familias en posiciones particularmente vulnerables. Por ejemplo, en el caso de las parejas con hijos compuestas por dos mujeres, ante la muerte de la madre que los gestó, los niños terminan perdiendo a ambas progenitoras, porque la que sobrevive no tiene derecho sobre ellos en un país donde la adopción no le está permitida a este tipo de dúos.
La carencia de una figura como el matrimonio igualitario o la unión civil –ambos descartados como caprichos por muchos conservadores– también pone a estas personas en seria desventaja. Por ejemplo, frente a la toma de decisiones médicas en caso de que uno de los miembros de la pareja esté incapacitado, ante la imposibilidad de hacer visitas conyugales en los penales, ante el hecho de no poder compartir patrimonio y, en general, frente a la imposibilidad de que cada miembro sea derechohabiente del otro.
Mucho del discurso a favor de los derechos LGBT se centra –erróneamente, a nuestro juicio– en la “aceptación”. Pero es imposible que las actitudes de la sociedad cambien por decreto o por simple insistencia. El proceso de aceptación y de tolerancia a la diferencia tomará el tiempo que demore la evolución de los paradigmas morales que nos rigen. Al final, además, lo que pueda sentir una persona o un grupo frente a otro es irrelevante para la libertad que cada individuo, soberano como es, debe tener para hacer con su vida lo que prefiera. Los escrúpulos de la mayoría no pueden aplastar el libre desarrollo de una minoría cuando esta no le está haciendo daño a nadie.
Y esto es lo que debe entenderse de la causa por los derechos LGBT. Más que aceptación, incluso más que igualdad, lo que se persigue es la libertad. La posibilidad de que cada uno actúe acorde con su identidad y sus anhelos sin estar encorsetado por la sociedad ni por un sistema de normas que restringe la posibilidad de elaborar planes de vida que no deben importarle a nadie más que las personas que los emprenden. Sí, el reconocimiento y la valoración del prójimo es importante, pero la urgencia de liberar a las personas no heterosexuales de lo que hoy las limita es más importante que todo lo simbólico.
“El amor, siendo humano, tiene algo de divino”, asegura Luis Enrique, el plebeyo del magistral vals de Felipe Pinglo. “Amar no es un delito porque hasta Dios amó”, sentencia. A él se le castigó por amar a una aristócrata sin él serlo. En el Perú hay miles de plebeyos que sufren por ser quienes son.