En la primera semana de abril de 1974, la Facultad de Derecho y Ciencia Política de la Universidad de San Marcos recuperaba el movimiento y el bullicio de los alumnos que asistíamos a clases. Yo estaba feliz. Por fin, había llegado a quinto año de Derecho y era bachiller, porque entonces, cuando uno cumplía determinado número de créditos, podía obtener ese grado académico antes de terminar la carrera.
De repente, se asomó al aula una figura joven que muchos conocíamos, ya sea por una amistad anterior, que es mi caso, o porque era apreciado como uno de los catedráticos más destacados de una nueva generación de maestros sanmarquinos. Era Augusto Ferrero Costa, quien se presentaba a dictar su clase.
Se sentó en una larga mesa, abrió un libro (supuestamente el Código Civil), dijo: “Buenos días, señores” y arrancó con un magnífico discurso académico ágil, preciso, en el que citaba a destacados civilistas expertos en sucesiones. Así, durante el desarrollo de la clase, definió la institución, que por cierto está en su “Tratado de derecho de sucesiones”, ahora en su octava edición, revisada y aumentada, la cual fue presentada recientemente en el Palacio de Justicia.
Dice en cierto pasaje: “El derecho de sucesiones se ocupa de regular jurídicamente la transmisión del patrimonio de una persona a su fallecimiento”. Bastaría con esta precisión, pero Ferrero añade que los elementos de este proceso “son el causante, los sucesores y el conjunto de bienes y obligaciones objeto de la transmisión”. Más tarde subraya una idea que rompe con la común creencia materialista de la herencia, al afirmar que esta tiene un fin espiritual, que lo material es una consecuencia.
Estas palabras que extraigo del libro las dijo en clase, mientras definía la naturaleza y el objeto de la disciplina que enseñaba. Recuerdo también que sus exámenes eran prácticos, difíciles, debido a que, sobre la base de un caso, teníamos que deducir cómo se debía repartir la herencia. Para ello, debíamos dividir, restar, sumar o multiplicar, según lo que mande la ley y no de manera arbitraria.
Estas operaciones son el producto del derecho de sucesiones moderno, un derecho democrático porque se pone por encima de la voluntad del testador, que muchas veces es o puede ser arbitraria, por razones como la costumbre, los sentimientos y las tradiciones.
Antiguamente el testador podía dejar la totalidad de su herencia a quien él quisiera, como en la Antigua Roma al hijo adoptivo, en la Edad Media al hijo mayor. Eso se terminó.
De 1.050 páginas, esta obra de Ferrero Costa es el resultado de su estudio permanente sobre esta materia jurídica, la cual, si bien se enseña al final de la carrera de Derecho, constituye el libro tercero del Código Civil. La razón es que es un tema complicado que requiere que se conozca todo el Derecho Civil.
Otra particularidad del libro es que reúne los prólogos de las ediciones anteriores, escritos por destacados juristas nacionales y extranjeros, en que se advierte la pluma de Carlos Fernández Sessarego y Rómulo Lanatta, quien indujo a Ferrero Costa a la cátedra. Cuenta asimismo con una introducción del jurista italiano Pietro Rescigno, quien presentó hace un tiempo la obra en el Palacio Corsini, en Roma, sede de la Accademia Nazionale dei Lincei.
Esta octava edición del “Tratado de derecho de sucesiones” fue presentada hace unos días en la Corte Suprema por su presidente, Víctor Ticona, los doctores César Fernández Arce, Walter Gutiérrez y el autor.
La obra de Ferrero Costa va más allá del Derecho. Empedernido melómano, cuenta con un libro sobre la historia de la música, editado por El Comercio. Ha escrito también sobre la presencia de Giuseppe Garibaldi en el Perú y la relación de Napoleón Bonaparte con nuestro país.
¿Cómo podemos definir sus amigos y alumnos a Augusto Ferrero Costa? Quien mejor lo ha hecho es mi padre, que le dedica su obra “Ratio Interpretandi. Ensayo de hermenéutica jurídica”: “Gran jurista, dilecto amigo y hombre justo”. Muchos sabemos por qué es justo.